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Actualizado: 6 de mayo de 2025


Ambos tenían novia y cada cual quería a la suya, no con un sentimiento vulgar y pasajero, sino con pasión digna de ellos. Aquella era la ocasión de probarles. Había pagado su deuda haciéndoles buenos y felices: ninguno tenía derecho a proferir la menor queja: ella lo tenía a saber cuál era su verdadero hijo, forjándose la ilusión de creer que lo sería el que mostrase quererla más.

El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antes en el patio de la iglesia, por las callejas, cuando venían detrás del tambor y de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe, donde venían juntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo, más tarde en el salón, en todas partes y en todo el día le había estado dejando ver que la adoraba, «pero no se lo había dicho, por respeto... a fuerza de quererla tanto».

Desunció luego los bueyes de la carreta el boyero, y dejólos andar a sus anchuras por aquel verde y apacible sitio, cuya frescura convidaba a quererla gozar, no a las personas tan encantadas como don Quijote, sino a los tan advertidos y discretos como su escudero; el cual rogó al cura que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula, porque si no le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión como requiría la decencia de un tal caballero como su amo.

Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre. Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella.

Cuidábase poco de su madre y de su hermana, sin preocuparse de merecer su beneplácito. Desde la primera mirada, vió cómo ellas aborrecían a la niña de Luzmela, y, sin protestar de esta monstruosidad, él se puso a quererla, porque le pareció digna de cariño.

Entonces, señor respondió con un acento de amargura que había quedado callado en su alma desde el día memorable en que habían quedado destruidas las esperanzas de su juventud ; entonces, señor, ¿por qué no dijisteis eso hace diez y seis años? ¿Por qué no la reclamasteis antes de que llegase a quererla, en lugar de venir a tomármela en este momento?

Calló un momento para mirar á un lado y á otro; y después, bajando la voz y empinándose sobre las puntas de los pies para estar más cerca del rostro de Celinda, dijo con la alegría de una comadre que puede chismorrear libremente: Sepa, lindura, que muchos van detrás de ella; pero ninguno es don Ricardo. Al pobre gringo le basta con quererla á usted, ramito de jazmín.

Llegó a creer que encenegándose mucho se vengaba de los que la habían perdido, y solía pensar que si el pícaro Santa Cruz la veía hecha un brazo de mar, tan elegantona y triunfante, se le antojaría quererla otra vez. ¡Pero , para él estaba...! Contó a renglón seguido tantas cosas, que Maximiliano se sintió lastimado.

Replicóle la marquesa con una amorosa sonrisa: Vm. responde como un mozo de Vesfalia; un Francés me hubiera dicho: Verdad es, Señora, que he querido á Cunegunda, pero quando la miro á vm., me temo no quererla. Yo, Señora, dixo Candido, responderé como vm. quisiere. La pasión de vm., dixo la marquesa, empezó alzando un pañuelo, y yo quiero que vm. alce mi liga.

Palabra del Dia

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