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Abrazó Cunegunda á Candido y á su hermano, todos abrazáron á la vieja, y Candido las rescató á entrámbas. Habia un cortijillo en las inmediaciones, y propuso la vieja á Candido que le comprase, ínterin hallaba toda la compañía mejor acómodo. Cunegunda que no sabia que estaba fea, no habiéndoselo dicho nadie, acordó sus promesas á Candido en tono tan resuelto, que no se atrevió el pobre á replicar.

El frayle quiso vender á un diamantista algunas de las piedras preciosas hurtadas, y este conoció que eran las mismas que le habia comprado á el propio el Inquisidor general. Fué preso el santo religioso, y confesó de plano á quien y como las habia robado, y el camino que llevaban Candido y Cunegunda.

Candido vertia amargas lágrimas diciendo: ¡Oh mi amada Cunegunda! ¿con que es fuerza que te abandone quando iba el señor gobernador á ser padrino de nuestras bodas? ¿Qué va á ser de mi Cunegunda, que de tan léjos habia traído?

Candido decia continuamente á Cacambo: Ello es cierto, amigo mio, que la quinta donde yo nací no se puede comparar con el pais donde estamos; pero al cabo mi Cunegunda no habita en él, y sin duda que tampoco á te faltará en Europa una que bien quieras.

Seguían en tanto su derrota el navío francés y el español, y Candido en sus conversaciones con Martin. Quince dias sin parar disputáron, y tan adelantados estaban el último como el primero; pero hablaban, se comunicaban sus ideas, y se consolaban. Candido pasando la mano por el lomo á su carnero le decía: Una vez que te he hallado á , tambien podié hallar á Cunegunda.

Ha, espero que me la enseñará vm., dixo el ingenuo Candido. Ya la verá vm., dixo Cunegunda, pero sigamos el cuento. Siga vm., replicó Candido.

Al llegar á Holanda se le acabáron las provisiones; mas habiendo oido decir que la gente era muy rica en este pais, y que eran cristianos, no le quedó duda de que le darian tan buen trato como el que en la quinta del señor baron le habian dado, ántes de haberle echado á patadas á causa de los buenos ojos de Cunegunda la baronesita.

Sacaba de aquí que despues de la imponderable dicha de ser baron de Tunder-ten-tronck, era el segundo grado el de ser la señorita Cunegunda, el tercero verla cada dia, y el quarto oir al maestro Panglós, el filósofo mas aventajado de la provincia, y por consiguiente del orbe entero.

Paseándose un dia Cunegunda en los contornos de la quinta por un tallar que llamaban coto, por entre unas matas vio al doctor Panglós que estaba dando lecciones de física experimental á la doncella de labor de su madre, morenita muy graciosa, y no ménos dócil.

Trataba á los hombres con la mas noble altivez, alzando el pescuezo, hablando en tan descompasadas y recias voces, y en tono tan altivo, y afectando ademanes tan arrogantes, que á quantos le saludaban les venían tentaciones de hartarle de bofetadas. Era con esto enamorado hasta no mas, y Cunegunda le pareció la mas hermosa criatura de quantas habia visto.