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Candido dixo á Cacambo: Ya ves, amigo, que deleznables son las riquezas de este mundo; nada hay sólido, como no sea la virtud, y la dicha de volver á ver á Cunegunda. Confiéselo así, dixo Cacambo; pero todavía tenemos dos carneros con mas tesoros que quantos podrá poseer el rey de España, y desde aquí columbro una ciudad, que presumo que ha de ser Surinam, colonia holandesa.

Cunegunda no está aquí, dixo Cacambo, que está en Constantinopla. ¡Dios mio, en Constantinopla! pero aunque estuviera en la China, voy allá volando: vamos. Despues de cenar nos irémos, respondió Cacambo: no puedo decir á vm. mas, que soy esclavo, y me está esperando mi amo, y así es menester que le vaya á servir á la mesa: no diga vm. una palabra; cene, y esté aparejado.

Al entrar este ve al azotado Candido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada, y la vieja dando consejos.

Bebian en tanto la mayor parte de los apuntes, que no entendian una palabra de la materia; Martin discurria con el hombre docto, y Candido contaba parte de sus aventuras al ama de la casa. Despues de cenar, llevó la marquesa á su retiete á Candido, y le sentó en un canapé. ¿Con que está vm. enamorado perdido de Cunegunda, la baronesita de Tunder-ten-tronck? , Señora, respondió Candido.

Un compositor de folletos, dixo el abate, un Freron, ó un Ostolaza. Así discurrian Candido, Martin y el abate en la escalera del coliseo, miéntras que iba saliendo la gente, concluida la comedia. Puesto que tengo muchísimos deseos de ver á Cunegunda, dixo Candido, bien quisiera cenar con la primera trágica, que me ha parecido un portento.

Pero la vieja habia dado á nuestro buen Vesfaliano una espada con el vestido completo que hemos dicho: desenvaynóla Candido, y derribó en el suelo al Israelita muerto, puesto que fuese de la mas mansa índole. ¡Virgen Santísima! exclamó la hermosa Cunegunda; ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, soy perdida.

No se hartaba el baron de dar abrazos á Candido, apellidándole su hermano y su libertador. Acaso podrémos, querido Candido, le dixo, entrar vencedores los dos juntos en Buenos-Ayres, y recuperar á mi hermana Cunegunda.

Sea lo que fuere, dixo Candido, un consuelo tengo, y es que á veces encuentra uno gentes que creía no encontrar nunca; y muy bien, podrá suceder que después de haber topado á mi carnero encarnado y á Paquita, me halle un dia de manos á boca con Cunegunda. Mucho deseo, dixo Martin, que sea para la mayor felicidad de vm.; pero se me hace muy cuesta arriba.

Cunegunda, el capitan Candido y la vieja se fuéron á presentar al gobernador Don Fernando de Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza, el qual señor tenia una arrogancia que no desdecia de un sugeto posesor de tantos apellidos.

Llamáron, al punto á otros Judíos, vendió Candido otros diamantes, y se partiéron todos en otra galera para ir á librar á Cunegunda. Que trata de los sucesos que pasáron con Candido, Cunegunda, Panglós y Martin. Mil perdones pido á vm., dixo Candido al baron, mil perdones, padre reverendísimo, de haberle pasado el cuerpo de una estocada.