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También en Italia añadió donna Olimpia anda desde hace años muy válida la opinión de que no es la tierra, sino el sol quien está en el centro; y ya, en mi primera mocedad, conocí yo y traté en Roma a cierto doctor polaco, cuyo nombre era Nicolás Copérnico, que enseñaba dicho sistema y andaba muy afanado componiendo un libro, que pensaba dedicar al Papa, sobre las revoluciones de los orbes celestes.

Ya del Oriente en el confín profundo La luna aparta el nebuloso velo Y leve sienta, en el dormido mundo, Su casto pie con virginal recelo.... Absorta allí la inmensidad saluda, Su faz humilde al cielo levantada Y el hondo azul con elocuencia muda Orbes sin fin ofrece a su mirada.

Para muchos la intervención de la Providencia era patente, y a su amparo el príncipe, extrayendo de cada ocasión un ejemplo, completaba su obra. Nada de albedríos diseminados, nada de figurerías ni arrogancias que estorbasen el poder. La unidad era el primer precepto de su Arte Real, la unidad invulnerable y absoluta, a imagen y semejanza de aquella otra unidad que gobernaba los orbes.

Hoy la víctima y verdugo Se han mirado frente á frente, Y van en batalla ardiente A deslindar la cuestion. ¡Oh señor, que los orbes Sustentas entre tus manos, Dispénsale á mis hermanos Tu divina proteccion! Toca el clarin á la carga Y cargando á los esclavos Se arroja el pueblo de bravos Con alientos de titan. Viva la Patria! Victoria!

A la conclusión se lleva San Juan Bautista al Linaje humano: SAN JUAN. Desde aquí podrás mirar. Oh Naturaleza hermosa, En los brazos de una rosa, Al que te viene á salvar. Este es el Agnus de Dios; Este quita los pecados Del mundo. A sus pies postrados Ya veo los Orbes dos, Y que huella con su planta La Madre de la belleza Al Pecado la cabeza.

El que vistió de nieve la alta sierra, De oscuridad las selvas seculares, De hielo el polo, de verdor la tierra, Y de fondo azul los cielos y los mares, Echó también sobre tu faz un velo, Templando tu fulgor para que el hombre Pueda los orbes numerar del cielo Tiemble ante Dios y su poder le asombre.

Aquellas niñas, mil veces dichosas, no habían visto el mundo sino por su lado frívolo; no conocían la sociedad ni su mecanismo, ni sus orbes y gravitación admirables. Su instrucción se circunscribía a un poco de Catecismo, una tintura de Historia, ¡y qué Historia!, algunos brochazos de Francés y un poco de Aritmética.

Aunque la idea del acabamiento de la monarquía sonaba siempre en el cerebro del buen hombre como una idea absurda, algo así como el desequilibrio de los orbes planetarios, siempre que en un café o tertulia oía vaticinios de jarana, anuncios de la gorda, o comentarios lúgubres de lo mal que iban el Gobierno y la Reina, le entraba un cierto calofrío, y el corazón se le contraía hasta ponérsele, a su parecer, del tamaño de una bellota.

Navarro y otros, ¡son más de dos!, soldados fueron, por do subieron yo subiré. Mi Rey D. Carlos ¡entre en París! y Dios y él solo de polo a polo han de reinar. Y por premiarnos, ¡grano de anís!, tal bizarría ya Dios envía de orbes un par. Capitán tente, ¡bravo español!, Pizarro aguarda que una alabarda falta al Perú.

Si doña Beatriz Enriquez no se enamorara en Córdoba de Colon, consolándole y alentándole, Colon se hubiera ido de España; hubiera muerto en un hospital de locos; no hubiera descubierto los nuevos orbes, cuya existencia había columbrado y vaticinado más de mil y cuatrocientos años antes un inspirado cordobés, y para cuyo descubrimiento le dio ánimo y bríos aquella apasionada e inmortal cordobesa.