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Mas la viuda de Ti-Chin-Fú, las mimosas señoras de su descendencia, los nietos pequeñitos... ¿los dejaría bárbaramente morir de hambre y frío en las negras viviendas de Tien-Hó? No. Esos no eran culpables de las pedradas que me tiró el populacho.

Sus ojos eran tan expresivos, que parecían habladores; su boca tenía sonrisas entre mimosas y burlonas; y en conjunto, por su talle y rostro recordaba los tipos de aquellas muchachas diabólicamente hermosas que algunos pintores han trazado en torno de los santos combatidos de voluptuosas tentaciones.

Embelecos nerviosos y ráfagas de histerismo, afecciones de que Juliana se había reído más de una vez, atribuyéndolas a remilgos de mujeres mimosas y a trastornos imaginarios, que, según ella, curaban los maridos con jarabe de fresno.

No agitaba mi pecho el apetito heróico de dirigir, desde lo alto de un trono, vastos rebaños humanos; pero me abrasaba el deseo de poder comer en el Hotel Central, con champagne, apretar la mano de mimosas vizcondesas, y, por lo menos, dos veces a la semana, dormir, en un éxtasis mudo, sobre el fresco seno de Venus. ¡Oh, elegantes que os dirigíais vivamente a San Carlos abrigados en costosos paletots, luciendo la blanca corbata de «soirée!» ¡Oh, carruajes llenos de mujeres vestidas a la andaluza, rodando gallardamente hacia los toros, cuántas veces me hicísteis suspirar!

Y cuando por las tardes el sol desmaya sobre olas de esmeralda su frente roja, niñas de tez morena van a la playa a recoger las conchas que el mar arroja. Son dulces y mimosas como las hadas, rutilan en su rostro ojos traviesos, y hay caricias eternas en sus miradas, y hay un fuego divino que arde en sus besos.

Su madre, doña Angela Perejamo, reunió los materiales para la colección de poesías de Angelina, rotulada Siemprevivas, editada en 1920 por la Casa Maucci, de la cual se han entresacado las que siguen: TUS MANOS ¡Manitas, las dulces manos de mi nena! Las manos mimosas, rosadas, sedeñas; las manos, divinas como dos camelias, que al acariciarme parece que besan.

Lo llamativo, lo picante de sus encantos era independiente de su voluntad: aquel cuerpo de líneas tentadoras tenía actitudes pudorosas para no revelar la forma por los movimientos; aquella boca húmeda y roja, como flor de granado recién mojada por la lluvia, hablaba castamente; y aquellos ojos de miradas abrasadoras y mimosas, grandes pecadores sin saberlo, contrastaban con la serenidad y limpieza de su pensamiento: Soledad era, en fin, una de esas mujeres a quienes hay que buscar, porque no saben atraer, y que resisten mal porque desconfían poco.

Allí, sin consultar para nada la voluntad de las flexibles mimosas ni de las redondas acacias, ni de las imponentes catalpas, ni la de ningún otro árbol o arbusto, flor o legumbre, por respetable que fuese, comenzó a vestirlos todos de verde, matizando los trajes cuidadosamente, a éste dándole uno obscuro y profundo, a aquél claro y deslumbrante, al otro pálido y amarillento, haciendo con ellos una especie de mascarada risueña y original que lisonjeaba la vista de los que aun persisten en tener afición a las obras de la naturaleza.

En aquel momento entró Visitación en el gabinete, echando fuego por ojos y mejillas, habló aparte, y «con permiso de aquellos señores» a la Marquesa y a Obdulia: las tres rodearon al Magistral y con permiso de los señores que ya no eran más que el Arcediano y dos pollos vetustenses insignificantes , tuvieron con él un conciliábulo en que hubo risas, protestas del Magistral, mimosas y elegantes en los gestos que las acompañaban.

Los lugares bajos se ven siempre revestidos de sensitivas de flor rosada, miéntras que en los parages algo mas secos abunda una planta, cuyos tallos tienen la forma de un abanico, y están coronados de penachos blanquizcos, que ondeando uniformemente al capricho del viento contrastan con las mimosas en flor, con el lambaiva de azucarados racimos, ó con las enredaderas que cuelgan por todas partes de los gajos entrelazados con las palmeras.