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Mientras los novios, sentados en los pendientes ribazos, con los cañares a la espalda, hablaban del porvenir, acariciándose castamente, y en pleno idilio daban fin al puñado de altramuces, Micaela permanecía inmóvil, con la mirada mate fija en el sol, que, como una bola candente, resbalaba por la inmensa seda del cielo sin quemarla, y al acercarse en su descenso majestuoso al límite del horizonte, se sumergía en un lago de sangre.

Maximiliano se abalanzó a su querida con aquella especie de vértigo de respeto que le entraba en ocasiones, y besándole castamente un brazo que medio desnudo traía, cogiéndole después la mano basta y estrechándola contra su corazón, le dijo: «Fortunata, yo me caso contigo».

Ni educanda encerrada que aguarda el día de salida para ver al primer muchacho que a hurtadillas le oprime la mano, y con quien soñó castamente en el lecho virginal del convento; ni príncipe en vísperas de ser coronado rey; ni miserable usurero a punto de cobrar; ni madre de marino que en la costa espera el navío donde su hijo torna, nadie se impacientó ni desesperó tanto como el pobre don Juan.

En el umbral estaba una mujer cuya audacia y vestidura formaban extraño contraste con su ademán irresoluto y lleno de timidez. La maestra reconoció al primer golpe de vista a la dudosa madre de su anónimo discípulo. Contrariada quizá, tal vez enojada, invitola fríamente a entrar; arreglose instintivamente sus blancos puños y cuello, y recogió su corta falda castamente.

Ambos debían haberse amado castamente durante un cierto tiempo, ella en la esperanza de apaciguar y redimir al negador, él sin duda sonriendo de tal esperanza, y un día, la complicidad de las circunstancias, la dulce influencia de la hora, la debilidad de la mujer, la prepotencia del hombre habían cambiado repentinamente la naturaleza de sus relaciones.

Lo llamativo, lo picante de sus encantos era independiente de su voluntad: aquel cuerpo de líneas tentadoras tenía actitudes pudorosas para no revelar la forma por los movimientos; aquella boca húmeda y roja, como flor de granado recién mojada por la lluvia, hablaba castamente; y aquellos ojos de miradas abrasadoras y mimosas, grandes pecadores sin saberlo, contrastaban con la serenidad y limpieza de su pensamiento: Soledad era, en fin, una de esas mujeres a quienes hay que buscar, porque no saben atraer, y que resisten mal porque desconfían poco.