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Mientras los novios, sentados en los pendientes ribazos, con los cañares a la espalda, hablaban del porvenir, acariciándose castamente, y en pleno idilio daban fin al puñado de altramuces, Micaela permanecía inmóvil, con la mirada mate fija en el sol, que, como una bola candente, resbalaba por la inmensa seda del cielo sin quemarla, y al acercarse en su descenso majestuoso al límite del horizonte, se sumergía en un lago de sangre.

Se tendió en la playa, como siempre, colocándose á poca distancia de la hoguera, que empezaba á disminuir sus llamas. Poco á poco se fueron retirando sus acompañantes para dormir detrás de las dunas ó al abrigo de los cañares. Transcurrieron largas horas de silencio. La obscuridad era cortada de tarde en tarde por los rayos de colores que llegaban de las máquinas aéreas.

Era tan fiera su actitud destacándose erguido en medio de la acequia, se adivinaba en este fantasma negro tal resolución de recibir á tiros al que se presentase, que nadie salió de los inmediatos cañares, y bebieron sus campos durante una hora sin protesta alguna. Y lo que es más extraño: el jueves siguiente, el «atandador» no le hizo comparecer ante el Tribunal de las Aguas.

Le habían tirado desde alguna acequia, emboscado el tirador detrás de los cañares. Con enemigos así no era posible luchar; y el valentón, en la misma noche, entregó las llaves de la barraca á sus amos. Había que oir á los hijos de don Salvador. ¿Es que no existían gobiernos ni seguridades para la propiedad... ni nada?

Gafarró, que era el mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirles, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha... y adivina quién te dio.

En Monte-Olivete sentábanse en el banco de piedra que circunda la ovalada plaza; henchíase el moquero de Tónica de cacahuetes y altramuces, y volvían a emprender la marcha, siempre por la orilla del río, más agreste ahora, con filas de seculares álamos y verdes cañares, que se estremecían rumorosos al viento con un quejido triste. Andaban, devoraban distraídamente el contenido del pañuelo.

¡Cuan desgraciado era! ¡Solo contra todos!... Al pequeñín lo encontraría muerto al volver á su barraca; el caballo, que era su vida, inutilizado por aquellos traidores; el mal llegando á él de todas partes, surgiendo de los caminos, de las casas, de los cañares, aprovechando todas las ocasiones para herir á los suyos; y él, inerme, sin poder defenderse de aquel enemigo que se desvanecía apenas intentaba revolverse contra él, cansado de sufrir.

La familia sentía el alborozo de un pueblo que con la rebeldía recobra la libertad. Marcharon todos hacia la acequia, que murmuraba en la sombra. La inmensa vega perdíase en azulada penumbra; ondulaban los cañares como rumorosas y obscuras masas, y las estrellas parpadeaban en el espacio negro.

Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fondo de una acequia o tras los cañares o ribazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez un Rabosa o un Casporra camino del cementerio con una onza de plomo dentro del pellejo, y la sed de venganza sin extinguirse, antes bien, extremándose con las nuevas generaciones, pues parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres tendiendo las manos a la escopeta para matar a los vecinos.

Tan preocupado estaba con sus tierras, que apenas si se fijó en la curiosidad de los vecinos. Asomando las inquietas cabezas por entre los cañares ó tendidos sobre el vientre en los ribazos, le contemplaban hombres, chicuelos y hasta mujeres de las inmediatas barracas. Batiste no hacía caso de ellos. Era la curiosidad, la expectación hostil que inspiran siempre los recién llegados.