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Esto asombró a las mendigas más aún que la generosidad de momentos antes. Sus ojos cándidos y virginales deshonráronse con una viva chispa de malicia; tras la inocencia infantil asomó la precocidad de la vida aventurera, las lecciones infames aprendidas sobre el barro de las calles; y las dos, apretando convulsivamente sus puñados de pesetas, huyeron como si las amenazase un terrible peligro.

Porque advierto a usted, señorito, que yo soy muy celosa, y si me haces alguna de las tuyas, grandísimo pillo, me la pagarás... ¡vaya si me la pagarás! Habían entrado en el camino viejo que conduce de Madrid a la Patriarcal de San Martín. Por este camino bajaban, al caer la tarde, las mendigas de las afueras para recoger la sopa en el Asilo de San Bernardino.

Las pesetas caían al suelo, y Juanito no se arrepentía de su generosidad. Indudablemente, allá arriba había alguien viéndolo todo: lo mismo lo que pasaba por las tardes en una alcoba, que lo que ocurría por la noche en un paseo solitario entre dos mendigas pequeñas y un hombre más niño que ellas. La desgracia le perseguía. ¿Quién sabe lo que le estaba reservado?

Lady Clara volvió a casa sonrojada por el triunfo, pero al llegar a su habitación no se mostró propicia a los halagos de Carolina, diciendo que desde entonces eran mendigas; que ella, su madre, acababa de quitarle su último bocado de pan, y terminó rompiendo en un llanto inconsolable.

No se confundan, pues, nunca las especies, y téngase siempre á la vista que estarán siendo simultáneo objeto de nuestras observaciones las ricas de las aldeas y las pobres de las ciudades; las mendigas de la capital y las petimetras de los cortijos; las elegantes huríes que bostezan en coche por la Carrera del Genil y las hechiceras cursis que cimbrean su primoroso talle, vestido de limpia indiana, en un balconcillo de madera festoneado de flores; las terribles alcaldesas de monterilla, más tiesas que D. Rodrigo en la horca, y las interesantísimas hijas bien criadas de padres del antiguo régimen, moradoras de ciudades que, aun siendo de cuarto orden, presumen de más históricas que Alejandría y Atenas.....

Marchó, como en peregrinación, por la senda que aquella tarde precursora de su felicidad había seguido con Feli. Deteníase como un devoto a saborear en ciertos sitios el religioso goce del recuerdo. Aquí, había entregado su dinero a unas mendigas para que se emborrachasen celebrando su dicha; más allá, Feli le daba a chupar una naranja, con mohines graciosos.

Eran las familias de los chicos del Hospicio. Las madres venían de los barrios más extremos de Madrid: lavanderas, traperas, viudas de trabajadores, mendigas, todo el mujerío abandonado y mísero, que procrea por distraer el hambre. Se trataban como amigas al verse allí todas las semanas.

En la puerta había dos o tres mendigas viejas, que pidieron limosna, y a Maximiliano le faltó tiempo para dársela. Le amargaba extraordinariamente la boca, y su voz ahilada salía de la garganta con interrupciones y síncopas como la de un asmático.