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Los chinos de la otra chalupa trataron de seguirlos; pero los salvajes lograron agarrarla por una de las bandas antes de que se alejara de la orilla y la volcaron con todos los desgraciados que conducía. ¡A la lantaca, Horn! dijo el Capitán con acento desesperado . ¡Apunta bien! Soltó Horn el remo; cargó rápidamente el cañoncito y regó la playa con una rociada de balines.

No habrán dejado uno vivo, señor. Mirad: encienden grandes hogueras en la playa. Es que no debemos dejarles que se los coman tranquilamente, Horn. Tenemos aún una lantaca y nuestros fusiles. Y los salvajes se parapetarán detrás de las rocas, poniéndose así a cubierto de nuestras balas. ¿Y crees que los chinos hayan muerto todos? ¿Habrá alguno vivo? Se le oiría gritar o lo veríamos.

Nada he visto ni oído, señor Cornelio contestó el piloto. Ha pasado ante mi vista una cosa negra, que no he podido distinguir bien. Tal vez un ave. No, Horn; era muy grande, y no tenía forma de ave. ¿Qué queréis que sea entonces? No lo . ¿Sería un proyectil disparado por los papúes? Sólo usan flechas y lanzas, señor Cornelio. Lo ; pero... ¡Mira!

Naturalmente; porque sólo tienen arcos y cerbatanas. Con fusiles, estos piratas pueden llegar a ser verdaderamente invencibles para los naturales de la costa. Pues si quieren subir hasta aquí, ya tienen que hacer. No lo creas dijo Horn . Con romper los horcones que sostienen la casa nos harán venir al suelo.

No es mala idea, Cornelio; pero sin que nos hostilicen no debemos tirarles. Hasta ahora nada nos han hecho. ¿Y si nos aprovecháramos de esta tregua forzada para huir? dijo Horn . Si nos estamos aquí, no tardará en llegar la tripulación de la segunda piragua. ¿Y adónde irá este río? preguntó Cornelio.

Efectivamente; porque no es poca fortuna para una persona el proporcionarse pan para doce meses con sólo cuatro o cinco días de trabajo. ¿Y cómo se prepara esta harina? Ahora lo verás. ¡Al trabajo, mi fiel Horn! El piloto no había perdido el tiempo.

Llevaba los brazos y el cuello adornados de aros y collares de cobre, y de dientes de animales, y el pecho cubierto con un peto fabricado de un tejido de fibras vegetales. Rodeábale la cintura una especie de faldeta de algodón rojo, más larga por delante que por detrás. ¿Qué casta de gente es ésa? preguntó Cornelio al oído a Horn.

Como que parece que se trata de ondas luminosas dijo el Capitán, después de observar con mayor atención . Mira, Horn, cómo se mueven, se levantan, bajan y corren. Son olas que se rompen, Capitán. ¿Contra una costa? No estoy seguro. Pero ¿qué es lo que produce tan intenso resplandor? Pronto lo sabremos, Capitán. El mar nos lleva hacia allá.

No, señor dijo Van-Horn, acercándose . Esos cobardes se han embarcado y se resistirán a volver a tierra. ¡Canallas! exclamó el Capitán con ira . ¡Ahora todo se ha perdido! Y ¿qué pueden hacer los australianos con nuestras calderas? Estoy seguro, Capitán, de que las han abandonado en la llanura, para no cargar con un peso inútil, que les estorbaría en su fuga. Tal vez tengas razón, mi viejo Horn.

Es un bocado superior, y vais a probarlo. ¡Ven acá, Horn! Bajaron ambos hasta el banco, que llegaba a la mitad del río, y se precipitaron sobre las tortugas, que aún no se habían percatado de la presencia del enemigo.