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Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y estirando enormemente el brazo derecho.

El portalón de la calle de los gitanos vomitaba grupos y grupos de sucios chiquillos, que habían pasado el día cantando a coro, repicando las castañuelas y tomando lecciones de baile para entretener el hambre. ¿Qué traes? preguntaba el gitano a su mujer, estirando los miembros entumecidos por el descanso, subiéndose la faja con ambas manos y atusándose las greñas que le tapaban las orejas.

Caparrosa tomó el boletín y trató de descolgarse de la ventana; pero mi tía, que ya había conseguido abrirse una brecha y tomar posiciones, le gritaba: No te bajes, muchacho, no te bajes, cómprame a otro, espera y diciendo y haciendo, forcejeaba su ridículo que se obstinaba en no abrirse, hasta que, después de mucho forcejear, pescó un peso, y estirando todo cuanto le fue posible el brazo derecho, lo alcanzó a Caparrosa que continuaba trepado en la ventana.

Dentro del coche silencio religioso; dijérase que era un recinto encantado. El viajero corrió el transparente azul, cubriendo la lámpara; recostose en una esquina cerrados los ojos, y, estirando las piernas, las apoyó en el asiento fronterizo. Así pasaron estaciones y estaciones.

A las expresiones airadas del ciego, sólo contestó con ásperos gruñidos, y dio media vuelta, espatarrándose y estirando los brazos para caer de nuevo en sopor más hondo y en más brutal inercia.

Al mutismo obstinado en que yacía sucedió una locuacidad extrema, una charla animada, insustancial, entreverada de carcajadas extrañas en que se placía, desahogando la emoción que la embargaba, estirando sus nervios encogidos.

No sigas adelante, si no quieres verme hacer pucheritos... Hablemos de otra cosa añadió reclinándose perezosamente en el sofá y estirando las piernas con demasiada confianza, hablemos de Pérez Almagro. Pérez Almagro era el último amante que la generala había tenido, y que no dejaba de inspirar cierta inquietud, ya que no celos, a nuestro joven.

Envuelto en mi manta me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie. El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias; la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia.

En fin, tirando el sombrero sobre la nuca, estirando la pierna, empinando el vientre, bostecé formidablemente. Mucho tiempo rodé así por la ciudad, bestializado en un goce de Nabab. Súbitamente, un brusco apetito de gastar, de disipar oro, vino a llenar mi pecho como una ventolina que hincha una vela. ¡Pára, animal! grité al cochero. El coche se paró.

Y don Sebastián erguía su cuerpo de anciano obeso, estirando los brazos con la arrogancia de los últimos restos de su vigor.