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Uno para , aquí tiene el peso y mostraba el billete hecho pelotón entre los dedos. El interpelado, después de mucho rato, y aturdido probablemente por los gritos de Caparrosa, lo vio al fin trepado en la ventana y metiendo apenas la cabeza en dirección al zaguán y arrugando el boletín para tirárselo, le gritó: ¡Largá el peso!

Caparrosa, el cadete de Bringas, un galleguito ladino y vivaracho, había conseguido treparse en una reja, y enfilando casi por una tangente al joven que vendía los boletines en la entrada, le gritaba: A , don Jacinto, a ; me manda don Narciso. ¡Eh, don Jacinto, eh! don Jacinto, don Jacinto, soy el cadete de lo de Bringas.

Ahí va, don Jacinto, ahí va, agárrelo, ahí va y Caparrosa tiró su peso con tal maestría, que don Jacinto lo cazó en el aire, ni más ni menos que un gato caza una mosca al vuelo.

Otro, don Jacinto, otro boletín para la señora de Berrotarán: ¡Pshit, pshit, don Jacinto! ¡Otro boletín! seguía gritando y accionando Caparrosa con la única mano libre que le quedaba en su envidiable posición de la reja. Largá el peso volvió a contestar don Jacinto. Ahí va, ahí va el peso, barájelo y Caparrosa tiró el peso, y don Jacinto lo volvió a cazar en el aire.

La hacía con agallas y caparrosa, y la revolvía dentro de la jarra con ese paluco, que es de higar, porque de otra madera no sirve: saca la tinta mal color. Después de desocupada la alacena, me mandó mi tío que sacara la balda tirando hacia . Saqué la balda, que era pesada y de castaño, como todo el interior de la alacena.

Vaya, Caparrosa agregó dirigiéndose al muchacho cadete de la tienda, vaya y compre el boletín de un salto, y véngase volando. El cadete, que estaba detrás del mostrador, dio un brinco como un gamo, salvó la valla y tomó la calle por suya en dirección a la imprenta en donde reventaban los cohetes sin cesar.