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Doña Blanca siguió silenciosa, lanzó una mirada al Comendador, entre iracunda y despreciativa, y se dejó caer de nuevo en el sillón, como aplanada. Entonces se sentó el Comendador en una silla, y prosiguió hablando. Mi resolución dijo, es irrevocable.

Fernanda hablaba de su difunto marido con una compasión que quería ser triste y resultaba altamente despreciativa. Vivió con él en una suerte de antagonismo de ideas, de gustos y deseos, que los mantuvo constantemente alejados. Ni fue feliz ni desgraciada.

Estuvo obsequioso y amable como él solo sabía estarlo. Era la dulzura personificada. En cambio Laguardia, que por lo visto había medido el alcance de Mario en los negocios de la vida, no hizo ya de él caso alguno. Habló, chilló, rió, manoteó, dirigiéndose a su amigo como si estuvieran solos. Imposible mostrar una indiferencia más despreciativa.

Imaginó que entre Julia y Javier había algo y que por encubrirlo fingían: luego creyó que si entonces no estaban unidos por afecto culpable, acaso lo habrían estado tiempo atrás, sustituyendo después el rencor a la pasión: por último, se aferró a la idea de que la aversión que les separaba obedecía a sentimientos de índole opuesta, porque él mostraba bajeza y apocamiento ante Julia, y ésta, por el contrario, le miraba entre despreciativa y soberbia.

Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza. ¿Se le ocurre a usted alguna cosa? preguntó él medio desvanecido aún, con ronquera que rayaba en afonía. Nada respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén sus ojuelos verdes : Don Enrique añadió , ¿sabe usted lo que venía pensando? Diga usted....

Aquella lucha diaria desde hacía tres años le había echado a perder el estómago. Estaba aún agitado, convulso. Su risita sardónica de las sesiones, la calma despreciativa con que afectaba escuchar los discursos de sus contrarios, era pura comedia.

Sus labios estaban contraídos siempre con una sonrisa despreciativa. Sin hablar ni moverse, parecía otro hombre distinto. El inglés se había despojado de la americana y el chaleco y, remangándose la camisa, enseñaba los bíceps de sus brazos, que eran en verdad poderosos, entreteniéndose en dar sobre ellos con las botellas vacías hasta partirlas.

La sonrisa despreciativa del presbítero le enrojecía la cara como una bofetada. Dígale usted ahora, padre profirió Godofredo, que yo, en este asunto, no he hecho más que acatar los consejos de mi confesor. Los consejos no; los mandatos chilló Laguardia. Yo, como su director espiritual, le he ordenado renunciar a ese matrimonio. que se ha hecho violencia para ello. ¡Tanto más meritorio!

Me insultó echándome en cara lo que constituía mi remordimiento secreto y me hirió en lo más sensible de mi ser. Retrocedí y no encontrando una palabra bastante despreciativa, la golpee en la cara con toda mi fuerza. Lanzó un agudo grito, se puso lívida y con los ojos echando llamas se arrojó á mi rechinando los dientes. Sentí sus dedos rodear mi garganta y perdí la respiración.

Llegó un momento, sin embargo, en que su corazón herido, deshecho, ya no pudo más. Se secaron las lágrimas repentinamente y un día en que su marido enloquecido se desbordaba en palabras ultrajantes le clavó una mirada larga, fría, despreciativa que le dejó paralizado. «Mi mujer me odia», se dijo estremecido. Y desde entonces aquella idea no se apartó de su mente.