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Por estos mismos lugares había pasado también, siglos antes, un sacerdote de alta frente remangándose la sotana en los charcos y llevándose la otra mano a los bigotes y la perilla con gesto de antiguo soldado. Era don Pedro Calderón.

A las doce o doce y media salían todos en pelotón, remangándose los pantalones y las faldas respectivamente, y guareciéndose debajo de los paraguas, charlando en voz alta al través de las calles solitarias y húmedas. Los vecinos, a quienes el sueño no tenía presos, decían: «Ahora salen del Liceo». Esto era todo.

Para todos es una mosquita muerta... pero en casa, yo te aseguro, hija, que está demasiado viva y que pica mejor que un alacrán... Mira añadió remangándose los brazos, nadie creerá que él es quien me ha hecho estos cardenales... Pero ¿te pega? exclamó Paca con asombro. Á lo señorito, ¿sabes?

Sus labios estaban contraídos siempre con una sonrisa despreciativa. Sin hablar ni moverse, parecía otro hombre distinto. El inglés se había despojado de la americana y el chaleco y, remangándose la camisa, enseñaba los bíceps de sus brazos, que eran en verdad poderosos, entreteniéndose en dar sobre ellos con las botellas vacías hasta partirlas.

¡Qué no tienes cabellos!... ¿Y esto qué es? replicaba levantando su pelo, y poniéndolo erizado como una escoba. Hablo de mis fuerzas. ¿No tienes fuerzas, eh? A ver: saque usted esos brazos. El, riendo, se despojaba de la americana, y remangándose la camisa mostraba sus brazos enormes de gladiador, donde la musculatura tomaba brioso relieve como un espeso tejido de cuerdas.

Me ha tirado del pelo, me ha dado de bofetadas y me ha pellizcado los brazos. Mire usted, mire usted qué verdugón me ha hecho. Y remangándose la camisa mostró en efecto en su brazo negro y rugoso una mancha morada. ¡Tanto no; es un exceso! manifestó D. Félix; pero unos azotitos de vez en cuando no te vienen mal porque eres una chica muy coquetuela.