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Porque tu hermana, a la distancia que está de nosotros, es para el caso como si ya no viviera, y no quiero tener por de la casta nuestra a dos sobrinazos segundos míos, por parte de mi madre: dos bigardones de mala catadura y peor vivir.

La mala sopa y el peor cocido con que Doña Antonia de Trastamara y Peransúrez le alimentaba eran tales, que no bastarían para mantener en pie á un cartujo. Y aún así, Doña Antonia de Trastamara y Peransúrez, tan noble de apellido como fea de catadura, solía quejarse de que el huésped no pagaba; horrible acusación que hiela la sangre en las venas, pero que es cierta.

Tenía un pecho medio descubierto, el cuerpo del vestido hecho girones y las melenas cortas le azotaban la cara en aquellos movimientos del hondero que hacía con el brazo derecho. Su catadura les parecía horrible a las señoras monjas; pero estaba bella en rigor de verdad, y más arrogante, varonil y napoleónica que nunca.

Acompañábanle media docena de guardias municipales, un alcalde de barrio y hasta diez o doce hombres de mala catadura, provistos de grandes garrotes, que parecían por las trazas pertenecer a la por aquel tiempo famosa partida de la porra. Guardáronse todas las puertas, quedando franca para todo el mundo la entrada, prohibida para todos la salida.

Artegui retiró aprisa su mano de la asilla del vidrio, donde la apoyaba, y la niña miró atónita a su alrededor. Notó que hacía fresco, y abrochó su cuello y anudó su corbata. Hombres con boina, mozas con el pañolito atado tras del moño, una marea de viajeros de diversa catadura y condición social, se empujaba, se codeaba y bullía en la ancha estación.

Los que conozcan de cerca las faenas tipográficas y además hayan visto experimentalmente los horizontes que tiene en España el comercio de libros, se pondrán de mi parte cuando me oigan repetir lo que dijo primero el loco de Cervantes y después Pereda en esta forma: «no es para todos la tarea de hinchar perros en esta catadura».

En efecto, Tristán se había quedado tan descompuesto que apenas podía articular una palabra. Sin embargo, hizo un esfuerzo heroico sobre si mismo y sonrió balbuciendo que aquel amigo de tan fea catadura era una persona honrada e inofensiva. «¡Ya, ya, bien inofensivo te Dios! Pues buen susto has llevado.

Miraba a doña Guiomar cual si hubiera sido cosa del otro mundo, y con tal avaricia y tal miedo, en que la misma ansia con que la miraba le ponía, que tanto movía a lástima como a risa su extraña catadura. Hízole una profunda reverencia en entrando doña Guiomar, y luego fue a sentarse en el canapé. Saludole, y le convidó a que se sentase.

Venía toda vestida de oscuro, con largo velo a la cabeza, de suerte que, por su traje y catadura, parecía una de aquellas entre brujas y dueñas calderonianas que hace doscientos años servían para arredrar galanes, vigilar mozas y asustar chiquillos.

¿ eres Agustín de Avila, alguacil de casa y corte? dijo el duque. Humildísimo siervo de vuecencia dijo el corchete mientras Quevedo apuntaba en el libro de su memoria el nombre y la catadura del preguntado. ¿Has visto á don Rodrigo Calderón que está herido en mi casa? , señor. Te habrá dado instrucciones.