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Augusto subió y entró en la casa. Si pasmada y llena de turbación se quedó Isidora al verle, mayor fue el asombro y pena del joven médico al ver en deplorable facha y catadura a la que conoció en forma tan distinta.

El padre de don Silvestre, ya por no tener más que un hijo, ya porque viera en él, aguzándole un poco, un instrumento más para el triunfo de sus hollados derechos, determinó mandar á su retoño á la villa inmediata para que estudiara latín con un dómine de torva catadura y de tantas narices como fama, y no era chato.

El hongo gris, la faja roja, las recortadas patillas destacándose sobre el rostro color de sebo, y sobre todo el ojo blanco, sin vista, frío como un pedazo de cuarzo de la carretera, en suma, la desapacible catadura del Tuerto de Castrodorna dejaron absorto al chiquillo.

En la parte interior de la puerta del Mollete, el horrendo martirio del niño de La Guardia, la leyenda nacida a la vez en varios pueblos católicos al calor del odio antisemita: el sacrificio del niño cristiano por judíos de torva catadura, que lo roban de su casa y lo crucifican para arrancarle el corazón y beber su sangre.

Pero en lo tocante a Lituca, no enmendaba una tilde de lo convenido. Era de lo más mono y hechicero que podía buscarse en estampa y en carácter de mujer; y además, lista y sensible y buena, sin contar lo de hacendosa y hábil. Gran barro, indudablemente, para formar una compañera a su gusto un Adán como yo, en un paraíso de la catadura de Tablanca.

Y sin pronunciar otra palabra fue al despacho y le entregó su cuenta. Sintió después el ruido que hacían al arrastrar sus baúles, oyó abrirse la puerta, oyó la voz de unos hombres que debían de ser los mozos de cuerda, y luego se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Pero inmediatamente se presentó la cocinera. Era una mujer de más de cuarenta años y de tan fea catadura que inspiraba risa.

Veía con gusto aumentarse de día en día la tertulia y estudiaba la catadura y el carácter de cada tertuliano nuevo para , con el mismo interés que si se tratara de un recién llegado a los salones de «la» Medinaceli; y si, por ejemplo, me decía mi tío a la oreja cuando se presentaba uno en la cocina por primera vez en la temporada: «ése tiene la gracia de Dios para contar cuentos», sentíame tocado de igual curiosidad que si en una fiesta aristocrática me dijeran: «ése que acaba de llegar es el orador que ha derribado esta tarde en las Cortes al Gobierno» o «el autor del libro H del drama Z». Tenía razón Neluco cuando me afirmaba que el hombre de inteligencia cultivada lleva en propio los recursos necesarios para vivir a gusto en todas partes, con tal de que no trueque los cabos de la polea ni se empeñe en subir lo que está abajo, en lugar de bajar lo que está arriba, hasta conseguir el nivel de ideas apetecido para un fin determinado.

Esperó mucho tiempo, envuelta en el mantón, conteniendo las lágrimas, suspirando, ya de angustia, ya de impaciencia, y se colgó otra vez de la campanilla, y el Judas salió y con modos dignos de su catadura, dijo que no había nadie en la casa, y que si venía por limosna, que podía marcharse, porque el patrón no la recibiría.

Al verlos tan tranquilos, tan apegados a su cáscara y tan satisfechos y enamorados de ella, verdaderamente se duda si el estado material de la villa es obra de la dejadez del habitante, o si el habitante es así porque haya encarnado en su naturaleza, como espíritu, la catadura singular de la villa.

Así sois todos los artistas: ¡siempre poetas! respondió el comisionista . Por mi parte, si no me engañan la gracia de ese hombre, su pie mujeril y bien plantado, y la elegancia y el perfil de su cintura, le califico desde ahora de torero. Quizá sea el mismo Montes, que tiene poco más o menos la misma catadura, y que además es rico y generoso.