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Con mis correrías incesantes, si no logré hacerme a la tierra tan pronto y tan completamente como esperaba mi tío y lo deseaba yo, cuando menos mataba el tiempo de día y hallaba por la noche temas abundantes para amenizar un poco la tertulia de la cocinona y las conversaciones de la mesa de mi tío; comía con excelente apetito, y los condumios de la mujer gris y de su repolluda hija me sabían a gloria; sentíame animoso y fuerte, y me dormía como una marmota en cuanto tendía el cuerpo sobre la cama; descuidaba mucho la lectura de los periódicos que recibía de Madrid, y al escribir a mis amigos, ya no iban mis cartas empapadas en el tinte melancólico de los primeros días; íbame pareciendo más llevadera la visión incesante de los peñascos en mi derredor, y la miserable cortedad de los horizontes no me asfixiaba; en fin, que si no me había «hecho a todo», concebía ya la posibilidad de ello.

»Yo sentíame arrastrado contra mi voluntad por sus palabras; pero aun hallé fuerzas para insistir todavía diciéndole: » ¿Y te parece bien que nos veamos solos y a deshora? » Haciéndolo así durante el día no veo la razón para que no lo podamos hacer de igual modo por la noche me contestó con candidez admirable. » repuse algo confuso; pero de día... » ¿Qué diferencia hay? preguntó.

Sentíame casi fatigado ya con la vida artificial que se lleva en Paris, donde todo es el resultado de una especie de convención tácita de la sociedad, donde la moda reina como soberana absoluta, y el corazon no encuentra su espontaneidad ni se siente á mismo sino cuando se encierra en el santuario de la familia, huyendo del bullicio fascinador de un mundo que se agita en interminable torbellino.

ELOY. Fumeux separóse de lanzándome una mirada perversa, y me amenazó de esta suerte: «Amigo mío: ya que se empeña usted en obrar por su cuenta, veremos cómo nos las arreglamos para impedirle que triunfeEntonces no concedí importancia a estas palabras; sentíame orgulloso de haber rechazado los obsequios de Artajerjes. EL JUEZ. Todo esto no me explica... ELOY. ¡Espere usted!

Magdalena, medio acostada como habría estado sobre una silla larga, ajaba con mano nerviosa un enorme ramillete de violetas que toda la noche me había embriagado. Veía yo el extraño fulgor febril de sus ojos fijos. Sentíame presa de profunda turbación, sentía distintamente que había de ella a algo muy grave, como un decisivo debate.

Veía con gusto aumentarse de día en día la tertulia y estudiaba la catadura y el carácter de cada tertuliano nuevo para , con el mismo interés que si se tratara de un recién llegado a los salones de «la» Medinaceli; y si, por ejemplo, me decía mi tío a la oreja cuando se presentaba uno en la cocina por primera vez en la temporada: «ése tiene la gracia de Dios para contar cuentos», sentíame tocado de igual curiosidad que si en una fiesta aristocrática me dijeran: «ése que acaba de llegar es el orador que ha derribado esta tarde en las Cortes al Gobierno» o «el autor del libro H del drama Z». Tenía razón Neluco cuando me afirmaba que el hombre de inteligencia cultivada lleva en propio los recursos necesarios para vivir a gusto en todas partes, con tal de que no trueque los cabos de la polea ni se empeñe en subir lo que está abajo, en lugar de bajar lo que está arriba, hasta conseguir el nivel de ideas apetecido para un fin determinado.

A pesar de sus reservas, muy penosas sin duda, que su conciencia me imponía, quizá a causa de esa misma reserva, sentíame tan enamorado y tan feliz, como se puede serlo en este mundo; sentía la más grande alegría al dar a aquella criatura tan querida, toda su felicidad perdida, sin tener ningún remordimiento serio, porque lo poco que me concedía, habríaselo concedido a un hermano, y sin embargo, ese poco era para la más suprema voluptuosidad.

Todo el día estuve con cuidado, y el pequeño, como sentíame suspirar, habían de ver qué consuelos me daba. ¿Y sigue de la misma conformidad el señor? DO

»Sentíame satisfecha y orgullosa; acostumbrada a obedecer, me complacía en ejercer mi poder absoluto sobre Carlos, cuya dureza templaba mi edad, porque frecuentemente le tomaba como compañero en mis juegos; y en las horas de recreo, la señora y el paje olvidaban la distancia que los separaba.

Sentíame con nueva vida, con centuplicadas fuerzas en mi espíritu y en mi cuerpo; sentíame capaz de todo, de la abnegación, de la lucha, hasta del heroísmo, porque la presencia y las palabras de Inés habían abierto desconocidos horizontes, inmensos espacios delante de . Antes de llegar a la posada, fuerte ruido de tambores y cornetas me anunció la salida del ejército.