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A don Fermín no le importaba mucho lo que dijeran, pero quería saber lo que se murmuraba y a dónde llegaban las injurias. No pensaba en tal cosa el Magistral aquella mañana fría de octubre, mientras se soplaba los dedos meditabundo. Una cosa era lo que debiera estar pensando y otra lo que pensaba sin poder remediarlo.

Ni una duda ni un remordimiento sintió la joven: huyó sin que dijeran nada a su alma los lugares en donde había transcurrido su vida. Sólo pensó en no hacer esperar a Isidro, que la aguardaba en la glorieta de Bilbao. A las once entraron en la plazuela del Rastro. Feliciana apenas conocía esta parte de Madrid.

La menor objeción en el consistorio era para él una ofensa personal; terminaba las discusiones en la calle con amenazas y golpes; su mayor gloria era que los enemigos se dijeran: Cuidado con Ramón... Mirad que ese es muy bruto. Y junto con su acometividad, mostraba para captarse amigos, una esplendidez que era el tormento de su padre.

Además, era bien evidente que no le profesaba verdadero afecto; de otro modo no dejaría que las gentes dijeran lo que decían de él. ¿Suponía acaso que la señorita Nancy Lammeter podía ser conquistada por cualquiera, squire o no, que llevara mala vida?

Muchos ni sentían la curiosidad de aproximarse a él: hasta habían sonreído irónicamente, como si dijeran: «Un embustero más». Para ellos eran embusteros los periódicos que leían los viejos en voz alta; embusteros los que hablaban de la fuerza de la asociación y de una revuelta posible: sólo eran verdad los tres gazpachos y los dos reales de jornal, y con esto, alguna borrachera de vez en cuando y el asalto de una trabajadora, a la que afligían con el engendramiento de un nuevo desgraciado, se consideraban felices mientras duraba en ellos el optimismo de la juventud y la fuerza.

El excelentísimo señor Tal, era para ellos un congrio; el ilustre orador Cual, que ocupaba con su prosa más de una resma de papel en el Diario de Sesiones, era un percebe; cada acto del parlamento les parecía un disparate, aunque por exigencias de la vida dijeran lo contrario en sus periódicos, y lo más extraño era que el país, con misteriosa adivinación, repetía lo mismo que ellos pensaron en el primer impulso de su ardor juvenil.

Cuando, al separarse, ella recomponía su tocado, con ademán tranquilo, familiar, echaba a la cabeza, en posturas de estatua, sus brazos de Juno, sonreía con reposada placidez, dejando los rizos de la sonrisa rodar en su boca y sus mejillas, como la onda amplia de curva suave y graciosa del mar que se encalma; pensaba, mirando el rostro pálido del aturdido amante, más muerto que vivo a fuerza de emociones, pensaba en Mochi y se decía: ¡Si le dijeran a ese miserable lo dichoso que acaba de ser este pobre diablo! Todo, todo por venganza. ¡

En fin, aunque no eran muy caritativos los compañeros, atendieron a don Braulio, quien no tardó en volver en . Su primer cuidado fué suplicar a los allí presentes que no dijeran nada de lo ocurrido, a fin de que en su casa al saberlo no se asustasen. Todos le prometieron callar.

Hubo sospechas vehementes de que el autor de la agresión fuese este cerdo viudo, pero la joven de la aventura juraba y perjuraba que había sido un oso quien la había acometido, y que no le dijeran cómo era este animal, porque lo había visto muchas veces disecado en el gabinete de zoología de la universidad. Fernanda se había marchado mucho antes seguida de Granate. Estuvieron en el jardín.

No era grande la distancia de allí a su casa, pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo Nuncio, no iba. ¡Qué había de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse a subir la cuesta con aquel calor. ¡Vaya! Menos historias y a trabajar.