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Devorada por la fiebre, en espera día y noche de cualquier siniestro ruido, de cualquier trágico espectáculo, impulsaba la triste Beatriz a la señora de Aymaret con desesperada impaciencia a que diese el paso supremo de que dependía su última esperanza, mas la vizcondesa, prevenida ya por Pierrepont de que su matrimonio se efectuaría en próxima fecha, quería esperar para presentar su súplica al pintor así que el suceso se realizase.

No me permitiría jamás, vizcondesa, la broma más leve en asunto tan serio. Un relámpago de intensa alegría iluminó de pronto el gracioso rostro de la señora de Aymaret, y lanzando un grito de contento, tomó vivamente las manos de Pedro, diciendo a éste: ¡Ah! es usted un perfecto caballero. ¿Quedamos, pues, en que se encarga usted de mi embajada?

Las dos personas que en París se interesaban por el marqués, a saber: Beatriz y la señora de Aymaret, estaban consternadas con la divulgación de tales desfavorables hablillas, pero habían acabado por engañarse a mismas, conviniendo que aquellas voces no eran más que el despecho de la envidia impotente.

Y aun se decía más: se decía que nuestro personaje había contraído en Inglaterra un vicio, no tan raro en aquel país como lo es en cualquier otro fuera de las islas. Al menos el vizconde de Aymaret, juez competente en estas materias, aseguraba a su mujer que ese diablo de Pierrepont trajo de por allá una afición un tanto desmedida al Jerez y al brandy.

, los lunes... hoy es martes... pero tiene usted seguridad de encontrar siempre a Fabrice en su taller... y probablemente también a su mujer, porque me parece que aquél está haciendo su retrato. ¡Ah! ¡eso me interesará! Habló Pedro en seguida de bailes, de teatros, y a poco se despidió de la señora de Aymaret. Al darle la mano le dijo ésta conmovida: ¡Muy contenta de verle tan prudente!

¡Tengo esperanzas! le contestó su amiga. ¿Es posible? contestó Beatriz y arrastró a aquélla al salón. La señora de Aymaret relatóle entonces todos los detalles de su entrevista con Fabrice, procurando persuadirla y persuadirse a propia de que la impresión que le había producido era favorable, pero la noticia del viaje repentinamente proyectado por su marido, aterró a Beatriz.

Pero arguyó la señora de Aymaret , a ese hombre honrado, que es al mismo tiempo un hombre de corazón y un hombre de talento, ¿no puedes amarlo un poco siquiera? Lo he procurado... pero no puedo... Juzga mi situación replicó Beatriz con suma viveza. Y entonces puso a su amiga en antecedentes de sus primeros disgustos domésticos, de sus decepciones continuas, de sus repulsiones secretas.

La señora de Aymaret afectó chancear acerca de estas pequeñas miserias comparándolas con los dolores realmente trascendentales de la vida, exponiendo con mucho acierto a Beatriz que para borrar esas ligeras faltas de educación de que adolecía Fabrice, le bastaría con dar a éste, poco a poco, y como en broma, algunas lecciones de perfecta corrección, que, a no dudar, su marido recibiría con buena, voluntad.

Y como la señora de Aymaret la mirase con estupor: ¿Me crees loca? continuó... ¿No te explicas la emoción que me causa la muerte de esa mujer? No... no te comprendo... ¡pero absolutamente! ¡Bueno! pues vas a comprenderme; pero prométeme que lo que voy a decirte quedará para siempre entre las dos. Te lo prometo... pero me das miedo... ¿qué es esto?... ¿qué hay?

Fuera de eso no quedaba para Beatriz más que oprobio, degradación, sonrojo, y para la misma señora de Aymaret eternos remordimientos por una imprudencia tan involuntaria como imprescindible en evitación de mayores males.