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Harto que no es así, que no es ésta la verdadera doctrina; que el amor divino es la caridad, y que amar a Dios es amarlo todo, porque todo está en Dios y Dios está en todo por inefable y alta manera. Harto que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud; porque ¿qué son ellas más que la manifestación, la obra del amor de Dios?

No puede franquearse tanto como quisiera, y eso es todo. Yo cuán bueno es; y a pesar de su talante gruñón, a pesar de las reprimendas que me echa, no dejaré de amarlo toda mi vida. Guarda silencio un instante y se pasa la mano por el rostro como para echar al rayo de sol que le dora las pestañas y hace brillar sus ojos con colores vivos y tornasolados.

Zuzie dice Bettina, voy a recordaros hoy vuestra promesa. ¿Os acordáis de lo que pasó entre nosotras la noche de su partida? Convinimos en que si a su vuelta yo os decía: Zuzie, estoy segura de amarlo, vos me permitiríais dirigirme a él francamente y preguntarle si me quería por esposa. , os lo prometí. ¿Pero estáis segura? Completamente segura.

Aquella noche murió mi padre, mientras yo dormía oprimiendo el tesoro conquistado. ¡Pobre libro mío! A los diez años muy lejos estaba de amarlo por el valor moral de sus páginas; era el Ivanhoe, el primer romance que debía deslumbrar más tarde mi imaginación virgen de impresiones.

Era, sin duda, objeto, de parte de miss Percival, de atenciones y favores especiales; gustábale a ella hablar larga, muy largamente a solas con él... mas ¿cuál era el eterno, el inagotable tema de estas conversaciones? ¿Juan, aún Juan, y siempre Juan? Pablo era ligero, disipado, frívolo, pero volvíase serio apenas se trataba de Juan; sabía apreciarlo, sabía amarlo.

Guardaba y acariciaba el secreto de su amor naciente, como un avaro guarda y acaricia las primeras monedas de su tesoro... El día en que viera claro en su corazón, el día en que estuviera segura de amarlo, ¡ah! ¡entonces le hablaría a Zuzie, y sería feliz contándoselo todo!... Madama Scott acabó por atribuirse el honor de la melancolía de Juan, que de día en día tomaba un carácter más marcado.

Dios había hablado a Moisés entre relámpagos y truenos, cuando no se conocían aún los derechos del hombre y los deberes del padre, que tenía hijos y esposas, esclavos, asnos, bueyes y cabras para explotarios, matarlos o venderlos; había hablado como un patriarca judío, como el rey del egoísmo, estableciendo, en primer término, la obligación de amarlo a él sobre todas las cosas del mundo, que todavía deben ser abandonadas por los que quieran servirlo en toda regla, la más gravosa de todas las cargas que han pesado sobre la conciencia del hombre, el deber humano que ha producido más palos, tormentos y matanzas, más lágrimas y sufrimientos, más miseria y más imbecilidad consuetudinaria.

Como si le hubieran arrancado la máscara de despreciativa y soberbia dureza, sus pálidas mejillas, sus labios entreabiertos y sus ojos extraviados expresaban el dolor, el miedo, el remordimiento, un sentimiento que Ferpierre no podía aún precisar, pero que sin duda era muy penoso. ¿Lo siente usted?... ¡Debe usted amarlo mucho!

Entonces, ella me hace ojitos... me mira dulcemente con sus ojos inocentes, con sus queridos ojos de color azul pálido, y murmura con voz lánguida: Usted es el hombre mejor y más noble del mundo; yo podría amarlo, adorarlo, pero... Pero, ¿qué? ¡Ah! ¡qué feo, qué bajo es todo esto!... Dígame que no quiere saber nada conmigo, que me desprecia. No merezco otra cosa.

¿La virtud del amor, me pregunto a veces, es la misma siempre, aunque aplicada a diversos objetos, o bien hay dos linajes y condiciones de amores? Amar a Dios me parece la negación del egoísmo y del exclusivismo. Amándole, puedo y quiero amarlo todo por él, y no me enojo ni tengo celos de que él lo ame todo.