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Actualizado: 21 de junio de 2025


La señora de Aymaret consiguió vencer esta última trinchera revelándole el secreto culto que le rendía la linda millonaria, clase de lisonja a que todo hombre es siempre sensible. Pero, en fin dijo Pedro, ya completamente arriado el pabellón , ¡no es cosa de irse esta noche misma!... ¿Supongo que me concederá usted algunos días para arreglar mis asuntos?

Fue la señora de Aymaret mandada a buscar en seguida, quien encontró sobre la mesa del taller, y entregó a Beatriz, estos cuatro renglones: «Beatriz, hubiera querido evitarte este duelo... pero habría creído ser débil al ceder... , creo que tu corazón al fin se ha abierto al mío, creo que me amas... Pero, ¿continuarías amándome mañana?... ¿Debiendo mi vida al hombre que me ultrajó tan cruelmente?... Lo dudo, y muero

La señora de Aymaret había recibido el día antes la carta que él dirigía a Fabrice. Iba abierta; leyóla la vizcondesa y quedó satisfecha de su contenido; pero decidió no entregarla al pintor sino el día que pudiera participarle al mismo tiempo las bodas de Pierrepont, esperando que así el artista sería más accesible a sus ruegos.

En efecto, el riachuelo caía en el Orne a poca distancia, franqueando un pequeño dique. El salto de agua se dividía en dos brazos, de los cuales uno daba movimiento a un molino instalado en la orilla. He ahí el motivo de paisaje que Fabrice bosquejaba cuando la señora de Aymaret y Pierrepont se le juntaron.

Se despidieron de Fabrice, y un instante después, haciendo el camino que baja de Bellevue a Meudon, la señora de Aymaret exponía a Pedro la delicada comisión de que para él le había encargado Beatriz.

La señora de Aymaret abandonó el castillo y tomó el camino de las Loges, fraguando en su cabeza el mejor plan para atenuar en lo posible el rudo golpe que aguardaba a Pedro, resolviendo al cabo en sus adentros, insistir sobre la entrada de su amiga en el Carmelo y dejar en la sombra esos misteriosos amores cuya semi-confidencia había logrado arrancar a Beatriz.

¡Si cometiese semejante falta replicó la señora de Aymaret riendo , no sería una prudente mujercita!... Caía la tarde y las dos amigas se despidieron. Pero Elisa vino a ver a Beatriz con frecuencia hasta tanto que pareció ésta a la vizcondesa más calmada.

La señora de Aymaret prosiguió diciendo en contenida, aunque vibrante voz: No puede llamarse una traición que yo hable de los detalles de mi vida íntima... todo el mundo los conoce, y usted mejor que nadie... Y usted sabe que si jamás una mujer tuviera disculpa en conducirse mal... esa mujer sería yo... pero no, tengo hijos... dos hijos, y quiero que mañana se diga... «Si el padre era un pobre hombre... un desgraciado loco... la madre fue una mujer honrada... una digna persona...» ¿Y usted cree que resignarme a esto me ha sido fácil... no es verdad?... Me ha sido fácil porque es mi temperamento... porque he nacido así... sin pasiones y sin debilidades... ¡Ay, Dios mío, Dios mío, y lo cree usted!... ¡lo cree usted! ¡usted!...

Eran las nueve y media y acababa de levantarse el telón para dar principio al segundo acto de Mademoiselle de la Seiglière, cuando la atención que Beatriz y la de Aymaret prestaban a la pieza, fue bruscamente interrumpida por la estruendosa entrada que efectuaban tres o cuatro personas en el palco opuesto al que ocupaban nuestras conocidas, quienes reconocieron en seguida a la baronesa de Grèbe, por su familia de La Treillade, escoltada de su fiel institutriz y seguida del marido y del marqués de Pierrepont.

¡Hola, amiguito! arguyó la de Aymaret riendo . ¡Bueno, voy a darle una cita para mañana! Acercóse a su escritorio y escribió este corto billete: «Querida, quisiera verte un instante a solas, tengo algo que decirte. Mañana a las 10 estaré en tu casa. Mil besos. Elisa

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