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815Bendito Dios!", pensé yo, "Ando como un pordiosero, y me nuembran heredero de toditas estas guascas. ¡Quisiera saber primero lo que se han hecho mis vacas!" 816 Se largaron, como he dicho, a disponer el entierro; cuando me acuerdo me aterro: me puse a llorar a gritos al verme allí tan solito con el finao y los perros.

Oraba por el alma del difunto rey don Felipe; se abrió la puerta de mi celda, y entró el superior; traía un papel en la mano, y en su rostro había no qué de particular, una alegría marcada. Venía á darme una noticia que á otro hubiera llenado de alegría y que á me aterró. ¿Y qué noticia era esa?

Y la mano del bufón estrechaba ardiente y calenturienta la mano de Dorotea, y sus ojos cruzados, encendidos, extraviados, se fijaban en ella con una ansia dolorosa, y en su boca entreabierta, por la que salía una respiración ronca, asomaba ligera espuma blanca. La joven se aterró al ver el aspecto del bufón, y quiso desasirse.

¡Tengo esperanzas! le contestó su amiga. ¿Es posible? contestó Beatriz y arrastró a aquélla al salón. La señora de Aymaret relatóle entonces todos los detalles de su entrevista con Fabrice, procurando persuadirla y persuadirse a propia de que la impresión que le había producido era favorable, pero la noticia del viaje repentinamente proyectado por su marido, aterró a Beatriz.

Clara se aterró al oir en boca de su madre aquella diatriba. Se representó en su mente al Comendador como á un personaje endiablado; y, acordándose del tierno beso que de él había recibido, se llenó toda de espanto y de vergüenza.

Cortés conoció las rivalidades de los indios, puso en mal a los que se tenían celos, fue separando de sus pueblos acobardados a los jefes, se ganó con regalos o aterró con amenazas a los débiles, encarceló o asesinó a los juiciosos y a los bravos; y los sacerdotes que vinieron de España después de los soldados echaron abajo el templo del dios indio, y pusieron encima el templo de su dios.

La Dorotea era una verdadera reina, una leona de la escena, y aunque la estremecieron aquellas palabras que había cogido al paso, no dió el más leve indicio de haberlas escuchado. Devoró sus celos, se mantuvo serena y miró á Juan Montiño. Entonces se aterró. El semblante del joven estaba demudado aún de cólera. ¿Qué ha sucedido? exclamó ; ¿qué tenéis, Juan? ¿Os habéis visto obligado acaso?...

Me espantas, Dorotea, yo no por qué tiemblo, yo, que no tiemblo por nada; yo que no me aterro; no eres franca conmigo, Dorotea; y debías serlo... porque yo soy... tu padre... á me debes la vida. Os lo agradezco, Manuel, os lo agradezco; nada temáis; no sucederá nada; don Juan me debe la vida también. Don Juan no te ama. Peor para él. Doña Clara le tiene loco.

De repente se oyó un quejido desgarrador; un clamor de tortura que aterró á las dos mujeres, y casi en seguida se abrió la puerta y apareció el doctor, enjugándose la frente y diciendo: ¡Esto se acabó! El herido yacía sobre los almohadones, más pálido que antes y todavía inanimado. ¿Es él quien ha gritado? preguntó la señorita Guichard.

Esta consideración le aterró; y sin pérdida de un solo momento, acudió con la noticia y sus temores al ministro. ¡No haga usted caso, santo varón! díjole riendo S.E. ¡Es que se asegura mucho! ¿Y qué? Que si realmente me la atacan, tales cosas podrán decir, aunque sean inventadas, que extravíen la opinión. ¿Y para qué sirve la mayoría? No entiendo... Fíjese usted bien. La comisión será nuestra.