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Actualizado: 6 de octubre de 2025
No es eso, Manolo... Cada cual es como Dios le crió... Hay unos que se celan de su sombra y dan mucha guerra á las mujeres... y otros que son confiados y viven siempre tranquilos. Uceda estuvo á punto de decir: «Sólo siente celos el que ama»; pero su alma generosa le hizo volverse atrás, y guardó silencio.
Mi señor padre teme que haya quien tire de la cortina, y deje ver sus tratos con la Liga y sus inteligencias con Inglaterra. El duque de Uceda no ha debido decir esto de una manera muy secreta, porque lo ha sabido su padre, y sin perder tiempo ha propuesto al rey la guerra contra la Liga, y ha enviado de embajador á Inglaterra á don Baltasar de Zúñiga.
Esperad, esperad, señor dijo el duque de Uceda interceptando á su padre la puerta. En nombre de la ley divina y de la humana, apartáos, duque de Uceda exclamó Lerma con la dignidad que siempre tiene un padre respecto á su hijo. Esperad, os lo suplico, señor, no somos, os lo repito, el padre y el hijo, somos dos enemigos; vuestra es la culpa de esta enemistad; me habéis provocado.
¡Mentís! exclamó el duque, que delante de doña Ana no quería rendirse, por decirlo así, á lo tremendo de su situación; no quería confesarla. Su hijo lo adivinó. ¿Qué haces tú ahí? dijo á doña Ana ; ¿no ves que su excelencia y yo tenemos que entendernos? Vete. Doña Ana se levantó y salió doblegada, cabizbaja, llorando. El duque de Uceda cerró las puertas.
La fresca brisa de la tarde baña su rostro. Vuelven los ojos á tierra y su gozo aumenta viendo á Cádiz surgir de las aguas con su ceñidor de espumas, con su crestería que los rayos del sol doran como la corona gigantesca del dios de los mares. En aquel momento, Soledad preguntó á Uceda en voz baja: ¿Sigues en tu idea de marcharte á Sevilla? Sí. Yo también me voy.
La tapada abrió la cartera, sacó de ella un paquete de cartas y las contó. Contó seis. Eran cuatro dijo , y éstas... del conde de Olivares... del duque de Uceda. Juan Montiño no pudo entender estas palabras que la dama había murmurado. Luego reunió aquellas cartas, las guardó en la cartera y dejó ésta sobre la mesa. ¿Habéis visto estas cartas? No, señora. ¿Habéis hablado á alguien de ellas?
Los primeros que llegaron fueron Frasquito con su mujer y el señor Rafael. Inmediatamente la lancha trajo á la familia del Cardenal, los viejos, Mercedes, Isabel y su novio Gregorio, á los cuales se había unido Manolo Uceda, que por casualidad llegara al muelle al mismo tiempo. En la otra lancha acudieron en seguida María-Manuela con Antonio y dos amigos más de Velázquez.
La figura del guapo creció ante su vista como la de un dios, y en la misma medida la de Manolo Uceda se fué empequeñeciendo. En efecto, éste, aunque tomó parte en su dolor, no pudo ó no supo ofrecerle la misma protección. Quedó reducido á un papel pasivo y bastante desairado. Velázquez lo era todo en la casa. La indiferencia de Soledad se fué acentuando y cuidó poco de disimularla.
¿Conque se me hace esperar en la cámara por Uceda, que está en la recámara? dijo el duque ; ¿con que el rey se olvida al fin de lo mucho que me debe? y... mi hijo... ¿qué hubiera sido de mi hijo sin mí? ¡Esto es infame! Vendido ó abandonado por todos... ¿y qué hacer? ¿qué hacer?
Ni supo querer ni supo ser querido expresó Uceda poniéndose serio y dirigiendo sus ojos al horizonte. Soledad le clavó una mirada de sorpresa y admiración. Y á su sabor, en silencio, largo rato estuvo contemplando á aquel hombre tan noble, tan firme, tan sufrido. Un remordimiento punzante le atravesaba el alma. Sintió deseos de arrojarse de cabeza al mar.
Palabra del Dia
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