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Actualizado: 6 de julio de 2025
Es que el duque de Uceda protesta hacia mí el más profundo respeto, y dice... dice que sois vos su enemigo. Es decir, que el que comete un delito de lesa majestad contra su rey, suponiéndole injusto, comete y debe necesariamente cometer otro no menor delito: el de lesa naturaleza rebelándose contra su padre. Pues ved ahí: Uceda dice que no le miráis como hijo.
¿Y quién le ha enseñado esa lección? Excelentísimo señor, yo. ¡Vos! ¿Pero á quién servís? Me sirvo á mí mismo. Pero si el rey dice que ha hablado con el duque de Uceda... Y tiene razón; como que yo le he metido al duque de Uceda en su recámara. Venid, venid conmigo, bufón, y hablemos donde de nadie podamos ser escuchados. Eso quiero yo. Seguidme. No por cierto.
Acudió luego á las súplicas, á los halagos, y obtuvo el mismo resultado. Una vez más tuvo ocasión de convencerse de la terquedad nativa de aquella mujer. Al fin la dejó marchar. Estaba cerrando la noche. La tienda se poblaba de sombras que luchaban con la escasa claridad que aún entraba por la puerta. Uceda metió la cabeza entre las manos y quedó meditando.
¿Y tú qué le dijiste? Que procurase hacer que mis ojos le pareciesen feos. Es decir... Que no quiero galanteos con el duque de Uceda. Has hecho mal, muy mal. Tus amores con el duque valen más que tus lecciones al príncipe don Felipe. Nos conviene saber lo que hace, lo que no hace, lo que piense ó deje de pensar esa gente. Has hecho mal, muy mal.
Y el rey, su majestad, como si hubiérais hecho grandes merecimientos, como si en vez de disminuir en una cuarta parte la población del reino la hubiérais aumentado y enriquecido, os da trescientos mil ducados para vos y para vuestro hijo el duque de Uceda, y ciento cincuenta mil á vuestra hija y á su noble esposo el conde de Lemos.
Salió de la tienda Uceda y necesitó esperarla cerca de media hora paseando por la muralla. Al fin llegó y echaron á andar emparejados. Era ya noche completa: los faroles de la ciudad estaban encendidos. El mar rugía sordamente, batiendo su recinto amurallado. Y cuando venga la gente de la reunión ¿qué les dirá el chico? preguntó Manolo. Que me dolía la cabeza y estoy en mi cuarto durmiendo.
Caminaron en silencio algunos minutos. Pero ¿dónde vamos? dijo al fin Uceda parándose. Soledad tardó en responder. Al cabo dijo con acento de vacilación: Si han venido ya de Puerta de Tierra, deben de estar en la tienda de Crisanto. Velázquez suele parar allí muy á menudo. La tienda de Crisanto estaba en la calle de Pedro Conde, muy cerca de los muelles.
Sí... ya sé, del duque de Uceda. ¿Pero cómo el duque de Uceda...? El duque, viste, calza, da joyas y dinero; á más envía todas las mañanas á uno de sus criados con un cestón lleno de lo mejor que se vende en los mercados, para doña Ana de Acuña. ¡Ta! ¡ta! ¡ta! ¿Doña Ana de Acuña se llama la que vive en esa casa? Sí por cierto. ¿Y es querida del duque de Uceda?
El duque de Uceda es tan mal hijo como lo he sido yo. Dios le castigará como me ha castigado á mí. En cuanto al príncipe... Decid, decid... El duque le trae algunas noches. Su alteza se alegra cuando me ve y me abraza y me besa, y me dice que cuando sea rey yo seré lo que quiera ser. ¿Pero el príncipe está ya pervertido?
Soledad se levantó encendida y sonriente de la cama, se limpió las lágrimas con el pañuelo y le echó los brazos al cuello en un rapto de amor y sumisión. Celos. Dos meses después de esta escena entró Manolo Uceda una tarde en la tienda, que á tal hora solía hallarse solitaria. Soledad se había quedado dormida de bruces sobre el mostrador con la mejilla apoyada sobre las manos.
Palabra del Dia
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