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Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo había notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito D. Víctor ayudaba también sin querer... y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se impuso la obligación de espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes que se sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra. Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana a las siete. «¡Hola! allí había gato». No presumía la del Banco las atrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía; no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarse de un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta y maniática que despreciaba las buenas proporciones y cuando chica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no era parecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otro modo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacer guerra al otro las razones de pura moralidad no se le ocurrían a la del Banco empleara su grandísimo talento en convertir a la Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer donde ella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya que lo había descubierto, quería gozar aquellos extraños sabores picantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el coto de Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca, candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en los labios. «

La dama del castillo supo sólo que su huésped o prisionero era un rapaz imberbe, que tendría dieciséis años a lo más, y del que D. Diego se había apoderado, sorprendiéndole sin armas y en compañía de otros rapaces cazando pajarillos con red y con liga, cimbel y reclamos, en las orillas de un arroyo no lejos de Monturque.

Pero muchas de aquellas heroínas inglesas y otras que pudiéramos citar, como las de Monteagudo, Chandos y Belver, eran no sólo valerosas sino bellas, calificativo este último que por ningún concepto podía aplicarse á la baronesa de Morel. Os repito, barón, que una doncella como nuestra hija no debería pasar su vida cazando y corriendo por campos y bosques, decía la imponente dama á su esposo.

La memoria no debía de estar muy firme, porque cuando su amiga le dijo: «Sosiégate y acuérdate de lo de esta mañana» replicó: «¡Lo de esta mañana...!, ¿qué ha sido...?». Y mirando con extraviados ojos al techo, parecía entregarse al doloroso trabajo de recordar, cazando las ideas como si fueran moscas.

Bajo aquel durísimo clima vivían tribus nómadas, cazando los animales de preciosa piel, que les procuraban sustento y abrigo. La pérfida y mañosa política obligóles á establecerse ó á convertirse en agricultores en un país donde no es posible el cultivo. Así es como la muerte se ceba en ellos, y en particular sobre los varones.

Partidas enteras de gente europea están por África cazando elefantes; y ahora cuenta los libros de una gran cacería, donde eran muchos los cazadores.

Como don Alvaro Roldan estaba ausente más de la mitad del tiempo, ya cazando conejos, perdices y liebres, ya en distantes monterías, ya en las ferias más concurridas de los cuatro reinos andaluces, doña Inés se quedaba sola, pero tenía para distraerse varios recursos, además de la lectura de libros serios. Su criada favorita, llamada Serafina, era una verdadera joya, lo que se llama un estuche.

Sólo el señor de Ramírez estaba muy formal, y apaciguaba a los alborotadores. «No hay que asombrarse, no hay que asombrarse; yo les contaré a ustedes una cosa que me pasó a cazando, que es más rara todavía que la del señor de Castrelo». El canónigo empieza a escamarse y la gente a atender. «Sabrán ustedes que una mañana salí yo al monte, y, entre unas matas, así... un ruido sospechoso.

El primero que rompió el silencio fué Rumblar, diciendo: Todo eso está muy bien dicho. ¿Creeréis que hace días me ocurrió una idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas, que estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.

Pidió á los Acarés guias nuestro capitan para ir á los Xarayes, y las dieron en ocho canoas, cuyos indios iban pescando y cazando, como los Sococies, bastante comida para mantenernos. Toman el nombre estos indios de un gran pez, llamado jacaré, de tan duro y áspero pellejo, que no le hieren las flechas de los indios, ni otras armas.