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Actualizado: 7 de julio de 2025


¡Mil gracias... oh... mil gracias!, había dicho la artista, despidiendo, entre miradas y sonrisas, chispas de gloria para el corazón de Reyes, que estuvo viendo candelillas un cuarto de hora.

En tanto de esto, el estropeado y Mercadillo, sentados en la celdilla del campanario, noble aposento del monaguillo, a la pavilosa luz de una de tantas candelillas como sisaba el muchacho, entrambos repasaban los papeles y envoltorios de la bolsa que olvidó el honrado usurero.

Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar, hurtada, guardada en su casa, y se iba a poner las candelillas de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le suspendía la obediencia y respeto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado.

Aunque mejor fuera poder sacar de esta aldea seis o cuatro buenos arcabuceros, la gente cristiana de ella es tan poco belicosa, que sólo el Boticario es quien maneja cosa de guerra, y eso son las espátulas; pero vuestros dos criados parecen gente de punta; a ella agregaremos ese muchacho, Mercado, que más talle tiene de paje ahora y luego de alférez, que no de andar entre badajos y candelillas, y con estos tres y nosotros dos bien podemos desafiar a veinte.

Obedeciéronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera encendidas, que le hacían vistoso y resplandeciente.

Visita encogía los hombros. «No se explicaba aquello. ¡Qué mujer era Ana! Ella estaba segura de que Álvaro le parecía retebién, Álvaro seguía su persecución con gran maña, lo había notado, ella le ayudaba, Paquito le ayudaba, el bendito D. Víctor ayudaba también sin querer... y nada. Mesía preocupado, triste, bilioso, daba a entender, a su pesar, que no adelantaba un paso. ¿Andaría el Magistral en el ajo?». Visita se impuso la obligación de espiar la capilla del Magistral; se enteró bien de las tardes que se sentaba en el confesonario, y se daba una vuelta por allí, mirando por entre las rejas con disimulo para ver si estaba la otra. Después averiguó que la habían visto confesando por la mañana a las siete. «¡Hola! allí había gato». No presumía la del Banco las atrocidades que se le habían pasado por la imaginación a Mesía; no pensaba, Dios la librara, que Ana fuera capaz de enamorarse de un cura como la escandalosa Obdulia o la de Páez, tonta y maniática que despreciaba las buenas proporciones y cuando chica comía tierra; Ana era también romántica (todo lo que no era parecerse a ella lo llamaba Visita romanticismo), pero de otro modo; no, no había que temer, sobre todo tan pronto, una pasión sacrílega; pero lo que ella temía era que el Provisor, por hacer guerra al otro las razones de pura moralidad no se le ocurrían a la del Banco empleara su grandísimo talento en convertir a la Regenta y hacerla beata. ¡Qué horror! Era preciso evitarlo. Ella, Visita, no quería renunciar al placer de ver a su amiga caer donde ella había caído; por lo menos verla padecer con la tentación. Nunca se le había ocurrido que aquel espectáculo era fuente de placeres secretos intensos, vivos como pasión fuerte; pero ya que lo había descubierto, quería gozar aquellos extraños sabores picantes de la nueva golosina. Cuando observaba a Mesía en acecho, cazando, o preparando las redes por lo menos, en el coto de Quintanar, Visitación sentía la garganta apretada, la boca seca, candelillas en los ojos, fuego en las mejillas, asperezas en los labios. «

Palabra del Dia

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