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Estaba irrascible, irritable, convulsa como una fiera herida; la silla tiritaba bajo el peso de sus muslos pletóricos y su marido volvía a agitarse acariciando tímidamente el recuerdo favorito del tratamiento del doctor Brown. No valen todas ellas el disgusto que me han dado, ¡perras viejas caches! exclamaba con una voz tosida y un poco gangosa.

Era un día muy parecido a éste... Nuestro hermoso sol de los Trópicos se velaba triste y huraño... Mi madre, en su hamaca como yo estoy ahora, tiritaba como yo tirito... Estaba yo triste como lo estás hoy, hija mía... Hacía ocho días que no teníamos noticias de tu padre... que todavía no se había declarado... Yo tenía el corazón oprimido... tan oprimido, que estalló de repente y me eché sollozando en los brazos de mi madre.

Aquella naturaleza de terror eterno ha ocultado con una máscara de bronce su elevada inteligencia, rápida, no obstante, y con mil expedientes en medio de una existencia de peligros imprevistos. ¿Qué hacer? Su familia estaba hambrienta y sus hijos lloraban: su mujer embarazada tiritaba encima de la nieve.

Los hermanos de Poldy dejarían de reconocerla por hermana, sus tíos y tías, por sobrina, y toda la hig-life vienesa de dieciséis cuarteles, la expulsaría de su seno como individuo degradado y corrompido. Al pensar Poldy en esto, los cabellos se le erizaban y temblaba y tiritaba todo su cuerpo como si discurriese por él el frío que precede a la calentura.

Cuando amaneció, al fin, tiritaba yo de frío... y de tristeza, sentado a la cabecera de la cama de mi tío, después de haber visto desde la solana de mi cuarto que no se presentaba el nuevo día más risueño que el anterior, y de enviar recado a Neluco para que anticipara la visita cuanto le fuera posible.

Todo el mundo tiritaba en casa del guarda, todo el mundo padecía fiebres, y apenaba ver las caras amarillas y largas, los ojos agrandados y con ojeras, de aquellos infelices que durante tres meses se arrastraban bajo ese ancho sol inexorable que abrasa a los febricitantes y no consigue hacerlos entrar en calor... ¡Triste y penosa vida la de guardacaza en Camargue!

Registraba bibliotecas, tiritaba de frío en los severos anfiteatros y me metía por las noches en los gabinetes de lectura en donde los condenados a morirse de hambre, pintada la fiebre en sus rostros, escribían libros que no habían de darles fama, ni enriquecerlos. Adivinaba en ellos impotencias, miserias físicas y morales cuya vecindad no me confortaba por cierto.

Al otro día, sábado, se jugaba a las cartas en casa del inspector... Y en lugar de estar en su casa, tiritaba de frío allí, en aquella maldita callejuela, ante aquella maldita casa, albergue de estudiantes melenudos. ¿Qué había ido a hacer en tal sitio? De repente, se abrió la puerta de la casa y se volvió a cerrar con violencia, después de dar paso a dos estudiantes.

Dejó pasar más tiempo, y viendo que no conseguía refrescarse enteramente, salió del baño. Cuando se puso la ropa sintió un fuerte temblor de frío, que desapareció al instante. En el camino sintió otros dos ó tres cada vez más prolongados. Al entrar en la cama tiritaba atrozmente y no consiguió producir la reacción por más que se echó gran cantidad de ropa encima.

Algo de extraordinario debía de haber pasado durante su ausencia, y la fuga de Graciana había sido notada. La sirviente tuvo un acceso de nervios muy común entre las francesas y no se atrevió a entrar: colgada del brazo de Alejandro, tiritaba de miedo. El pardo vacilaba también, y caballeresco como era, no se atrevía a comprometer ni a abandonar a Graciana en la puerta.