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En la orilla opuesta de aquélla a la que Poldy se había acercado, se alzaba un obscuro y ruinoso torreón. Todo el terreno que circundaba la laguna era húmedo y vicioso. Las emanaciones palúdicas habían ahuyentado las aves de aquel sitio. Las aves no le alegraban con sus trinos y gorjeos como hacían en otros lugares del mismo bosque.

Avergonzada quedó Poldy como si hubiese cometido un hurto villano, pero, al fin, desechó los escrúpulos, pensando que no había ella tenido la intención de quedarse con la prenda y que estaba dispuesta a devolvérsela al pájaro, si el pájaro acudía de nuevo a ella y de algún modo la reclamaba.

Por otra parte, Poldy, que amaba la soledad, sentía invencible repugnancia a irse a vivir vida conventual, entre otras canonesas, en la casa de su instituto. Para vivir sola, según su clase, ya en Viena, ya en otra ciudad, sus rentas eran insuficientes.

Poldy discurría además, que el que vence y domina es siempre el heredero legítimo del vencido y dominado. Y esto en todas las épocas y regiones.

La cigüeña se estuvo muy quieta, aguardando que Poldy sujetase bien la cinta a su cuello para que no se desatase y para que la carta no se cayese. Y apenas comprendió que estaba ya bien condecorada, dio un tremendo salto, alzó el vuelo, se remontó en el aire y voló con tanto brío como si se largase ya a la India sin parar en rama.

¿Por qué no volvía la cigüeña blanca? ¿Habría muerto en la India o habría emigrado desde la India a otra región distante, olvidando con ingratitud el bosque y castillo de Liebestein y la amistad de Poldy? En estas dudas angustiosas transcurrió todo el mes de Abril. Era el primer día de Mayo.

Poldy disculpaba así a su amigo, pero distaba mucho de darle la razón.

En fin, Poldy se allanó a tratar a la cigüeña sin que nadie se la presentase y sin saber quién era ni cuántos cuarteles tenía; dio también hacia ella algunos pasos, y extendió la mano y le tocó regaladamente la cabeza.

Pronto, no obstante, volvieron todos a sus respectivos destinos y residencias, y el castillo quedó en abandono y en más honda soledad y silencio. El conde Enrique, Poldy, su aya y tres criados, fueron ya los únicos moradores del castillo. Poldy sintió profundamente la irreparable pérdida que había tenido.

Para excitar su caridad, para pedir consejo o auxilio, toda criatura humana, por miserable y desvalida que fuese, podía llegar hasta ella, segura de que ella le tendería sin repugnancia sus blancas y piadosas manos, como las de Santa Isabel, reina de Hungría, sobre la inmunda cabeza del tiñoso; pero, si Poldy había de recibir a una persona en su estrado y conversar familiarmente con ella, esta persona necesitaba contar, entre sus ascendientes, héroes y príncipes, y ser además por atildado, culto y perfecto dechado de cortesía, de discreción, y de otras mil raras prendas.