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Limpiose doña Guiomar con un pañizuelo los líquidos diamantes que por la amargura de sus tristes memorias de sus hermosos ojos se desprendían, por lo cual Miguel de Cervantes la dijo: Enjugarnos yo, hermosa señora mía, esas lágrimas que por vuestras alabastrinas mejillas corren, con mis labios, si tan bienaventurado fuera que ya me llamara vuestro esposo; y tal procuraría que fuese para vos mi amor, que no lágrimas de amargura, sino de contento del alma enamorada vertieseis, si es que mi amor podía enamoraros, cosa en la que no espero, porque si la esperara, ya en la sola esperanza encontraría la ventura milagrosa de este amor que por vos me abrasa las entrañas, y es mi vida en mi muerte y mi contento en mi tristeza.

Se va usted a reír replicó Fortunata incorporándose . En el poco tiempo que anduve yo suelta en Barcelona, de la ceca a la meca, solía ir a bailes y divertirme algo; después no... Este año me llevó Juan dos veces, y otra vez fui yo sola con una amiga, por ver si le sorprendía pegándomela con algún trasto... ¿Creerá usted que no me he divertido ni esto? La careta me da un calor que me abrasa... me la quiero quitar. Pues digo... si me pongo a dar bromas, yo misma me río de mi poca gracia. No puede usted figurarse lo desaborida que soy. No se me ocurre nada más que sandeces. Juan me decía que no sirvo para nada, y que no me merezco el palmito que tengo.

A lo que parece, no había grande exageración en estas referencias. De una tal doña Juana decía otra dama en la jorn. I de El socorro de los mantos, comedia de don Francisco de Leiva y Ramírez de Arellane: «Yo donde vive os diré: y es, porque busquéis el fin de ese fuego que os abrasa, la calle Mayor su casa y un coche su camarín.

Empero corta, abrasa, hiende, tala Al que el contrario bando acompañaba: De suerte, que el leal era tenido Por hombre vil, infame y abatido. A muchos ahorcó de los leales, Diciendo que la tierra perturbaban. A tal punto se vino, que los tales En los montes y bosques habitaban.

Toda soy fuego de amor, Toda fe, toda esperanza; Por vos se me abrasa el pecho, Por vos se me arranca el alma, Bien , Señor, que es mayor Vuestra clemencia, que cuantas Culpas hay, si arenas fueran, Y vos, Virgen soberana, Madre de Dios, amparad En este trance mi alma: Padre, vuestra bendición Me dad, que mi Esposo aguarda Ya con los brazos abiertos: Jesús, Jesús.

No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta o margarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la planta preciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean al aire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía... ¡Oh! Observe usted cómo abrasa. Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a su frente.

Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y menos idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca; era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco impuro sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido.

Montones de nubes espesas vendaban la frente de la Peña Mayor y bajaban hasta reposar sobre las colinas más próximas, cubriendo todo el valle de un toldo impenetrable, sin que por ello hubiese temor de lluvia ó tempestad. En estas tardes, frecuentes en los países del Norte, el silencio es más completo, el aire sofocante y abrasa las mejillas.

Hondos suspiros Ataide exhala, que un imposible su sér abrasa, y al dueño hermoso que así le encanta decir no puede sus tristes ánsias; que ella es orgullo, prodigio y gala de la hermosura, la vírgen lánguida, la de las ricas trenzas doradas, ojos de fuego, frente de nácar, la dulce niña, la altiva dama, Leila la Horra, Leila la Hijara. ¡

Para eso se ha necesitado casi siempre una obsesión pasional y la impulsión que naturalmente se produce en virtud de ella; comunicar a las multitudes el fuego que a nosotros abrasa y hacerles realizar lo que ellas no pensaron que debieran realizar; aun muchas veces contra la voluntad general, adivinando cuál es el estado de la subconciencia, el deseo íntimo y verdadero de una agrupación de hombres, para llevarlos a que ejecuten lo que quisieran ejecutar, pero lo que no se atreven siquiera a pensar en ejecutar.