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Cuando esto le pasaba, el P. Gil se mesaba los cabellos y se mordía las manos; metía la frente por la almohada, a ver si lograba paralizar su pensamiento. Se horrorizaba de mismo. Después del lamentable suceso que privó a D. Miguel de licencias para confesar y decir misa, quedó él al frente de la parroquia.

Federico Ruiz iba por allí muy a menudo, y como era hombre tan comunicativo, metía baza con los curas, de lo que resultó que estos se familiarizaran por una banda con la gente de pluma, y por otra con los amigos de Rubín y Feijoo. A los escritores seguían los chicos de caminos, que ocupaban las tres mesas del ángulo. Allí empezaba lo que llamaban el martillo, o sea el crucero del vastísimo local.

A ti nada te importa, pues no me la has de pagar. ¿Han concluido tus cartas? Voy a concluirlas». Y él volvió a pasearse y a mirarla... ¡Qué hermosa estaba! ¿Quién lo metía a él a moralista ni a redentor de samaritanas? Soltó una carcajada en lo recóndito de su ser, allí donde su alma contemplaba atónita la imagen de la ocasión. «Pero me caso el lunes, el lunes...». Miró el retrato de su novia...

El jefe, para evitar hablillas y censuras, se disculpará fácilmente. ¿Saben ustedes cómo? Dirá que el pobre meritorio metía la mano en el cajón; que vestía bien, que frecuentaba los teatros.... ¡Qué ironía! ¡Los ¡teatros de Villaverde! ¿De dónde salía dinero para todo esto? ¡Pues ya lo sabe todo el mundo! ¡Del cajón! Hay otro medio más expedito. ¿Cuál?

Si abandonó el camino, fué por llegar antes á la barraca de Pimentó. Alguien estaba en la puerta. La ceguera de la cólera y la penumbra crepuscular no le permitieron distinguir si era hombre ó mujer, pero vio cómo de un salto se metía dentro y cerraba la puerta de golpe, asustado por aquella aparición próxima á echarse la escopeta á la cara. Batiste se detuvo ante la barraca cerrada.

Además, que estos eran unos amores simples. Hoy es otra cosa. De modo que la que en aquellos tiempos se metía en un convento para huir del mundo y de las tentaciones del demonio, se metía en otro mundo más agitado, en donde encontraba otras peores tentaciones. Y no era solo esto lo que constituía el carácter, el modo de ver y de obrar de los conventos de monjas del siglo XVII.

No, señor repuso el español asomándose son de la aduana. Pero ¿cuál fue su admiración cuando, sacando la cabeza del empolvado carruaje, echó la vista sobre un corpulento religioso, que era el que toda aquella bulla metía?

Sin querer se encumbraba entonces á una filosofía primera y fundamental, y Lucía le escuchaba embebecida, y, como vulgarmente se dice, metía también su cucharada, porque de filosofía habla, en queriendo, y no habla mal, toda persona de imaginación y viveza. En suma, Lucía se iba haciendo una sabia. Mientras más aprendía, más iba creciendo su afición y su empeño de saber.

Recibía la luz por un ventano apaisado, con barrotes de hierro, que por la parte de dentro lindaba con el cielo raso y por fuera arrancaba a ras de la calzada; por allí se metía un raudal compacto de claridad cenizosa, como en los cuadros que representan apariciones, y se derramaba, a modo de bautismo, sobre el costado izquierdo de Belarmino.

Á lo mejor se paraba ante un niño que lloraba en medio de la calle y lo consolaba y le limpiaba las lágrimas con su pañuelo, y le metía después una moneda de plata en la mano. Otras veces se le veía paseando á caballo, también solo, por las cercanías, dejando las riendas sueltas y contemplando el paisaje con mucho sosiego, ó bien marchando á todo escape como si huyese de alguno que le perseguía.