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Durante esta parada, bajo el modesto techo de su juventud y de sus amores, retiréme, yo solo, dentro de su cuarto, sumergiendo mi rostro entre las almohadas de aquel lecho vacío, desde donde escuchaba el prolongado choque de los zuecos de los hombres y mujeres que subían y bajaban sin cesar, las gradas de piedra de la entrada, para ir a su turno a arrodillarse y orar junto al vestíbulo.

Mientras la multitud celebraba con aplausos maquinales las frases de su orador favorito, el otro se iba sumergiendo lentamente en profunda melancolía. Nada es más terrible que estos momentos de desencanto en que el alma yace atormentada por los dolores de la caída: el tormento de esta situación consiste en cierta ridiculez que rodea todos los recuerdos de las pasadas ilusiones.

Tendido boca arriba en el césped, contemplaba sin pestañear el firmamento, sumergiendo la mirada en sus profundos senos azules, pensando algunas veces descubrir detrás de ellos algún inefable misterio. Aquella posición le mareaba al cabo.

La barba a medio crecer, la palidez del semblante, las botas de camino, el aludo sombrero, el largo espadón y sus raídas y polvorientas ropas, dábanle toda la traza de algún soldado de Flandes, salido apenas del hospital de Santa Cruz. Aquella existencia ignorada, sin vanidad ni pasión, fuele sumergiendo en un estado semejante a la placidez de las convalecencias.

Tan pronto, medio envuelta en su nicho de olmedillas y un poco cerradas sus largas pestañas, guardaba la inmovilidad de una estatua, ó ya, avivándose más el interés, se ponía de codos en la pequeña mesa y sumergiendo su bella mano en las ondas de su suelta cabellera, hacía vibrar sobre la vieja señorita el relámpago continuo de sus grandes ojos.

Y aún decía Nicolás que tomaba chocolate no por tomarlo, sino nada más que por fumarse un cigarrillo encima. ¿Y qué resultó anoche? preguntó doña Lupe al ponerle delante todo aquel cargamento. Pues nada, que no hay quien le apee respondió el clérigo, sumergiendo el primer bizcochito en el espeso líquido . Lo que usted decía: no es posible quitárselo de la cabeza.

Hacia Artegui de maestresala y copero, nombraba los platos, escanciaba y trinchaba, previniendo los caprichos pueriles de Lucía, descascarando las almendras, mondando las manzanas y sumergiendo en el bol de cristal tallado lleno de agua, las rubias uvas.

La primera vez que canté "La Molinera," dijo modestamente, fué en la taberna de Horla, cuando ni soñaba ser arquero. ¡Otro trago, camaradas! gritó Reno sumergiendo su enorme recipiente de cuero en el tonel. ¡Á la salud de la Guardia Blanca y de cuantos siguen el estandarte de las cinco rosas! ¡Por la guerra próxima y la victoria segura! brindó el capitán Golvín.