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Cierto carraspeo conocido atrajo a Febrer, y le hizo asomarse a lo alto de la escalera. Un hombre envuelto en un mantón estaba en los primeros peldaños. Era Pep. El sopar dijo brevemente, tendiéndole una cesta. Jaime la tomó. Notábase en el payés un deseo de no hablar, y él, por su parte, sintió cierto miedo de que rompiese su laconismo. ¡Bona nit!

En ellos no entraban de diario sino los cuatro amigos íntimos ya referidos: Juana la criada; una de las de cuerpo de casa, que hacía la limpieza bajo la inspección de Juana, a fin de que no rompiese algún objeto de arte o mueble delicado; y, por último, otros tres seres, que eran también semi íntimos de doña Luz, y que completaban o cerraban su círculo familiar.

Yo presumo que la rara y excepcional perversidad que a Felipe II se atribuye toma origen y fundamento en las prendas de su carácter y en los actos de su vida que más le ensalzan e ilustran: en la guerra sin tregua que hizo al protestantismo, pugnando para que no se rompiese el alto principio que informaba, dirigía y daba unidad a la civilización europea.

Allá a la postre también D. Bernardo, sus hijos y su yerno comprendieron que hasta desde el punto de vista estético hacía falta en la familia quien representase la indisciplina, algo que formase contraste y rompiese la monotonía de aquella vida correcta.

En este instante, estaban Juan y Sol, de pie en medio de la sala, y otras parejas, pasando, en espera de que rompiese el baile, alrededor de ellos. ¡Allí viene! ¡allí viene! dijo Juan, que tenía a Sol del brazo, señalando hacia el fondo del corredor, por donde a lo lejos venía al fin Lucía. Lucía, todo de negro.

Ama a otro hombre y ya es su esposaNo hay expresión que pueda dar idea de la amargura de mi corazón al repetir los detalles que ya conoces. Me parecía que no pronunciaba una palabra en la cual no estuviese escrita mi sentencia, y hubiera deseado que mi pecho se rompiese para evitarme el horror de la humillante revelación.

Podían también penetrar en su alma; con frecuencia, por la mañana, trataban de impulsarle al suicidio y le daban consejos sobre el mejor modo de realizarlo; una vez le habían aconsejado que rompiese un cristal de la ventana y con uno de los pedazos se cortase la arteria del brazo izquierdo por encima del codo. El doctor Chevirev no ignoraba que Petrov era perseguido por numerosos enemigos.

Ni bastaron razones para consolarle, ni consejos para que no tomase alguna negra determinación que acabase con su vida, que él decía no era otra cosa que muerte horrenda; porque al ver ante perdiendo la vida con la sangre a aquella su adorada criatura, conoció más que nunca que ella era su vida y su alma, y que sin ella no podía tener ni contento ni vida, sino existencia angustiosa, infierno en la tierra, muerte en el alma; y así les dijo, que no pudiendo él quitarse la vida por su mano, que cosa era esta en que ningún hombre que en algo estima el que su valor se estime, incurrir puede, resuelto estaba a ir a ampararse del buen capitán Diego de Urbina, que en la galera Marquesa estaba en el Guadalquivir próximo a zarpar para Levante, y contarle su desdicha; que él le estimaba y le ampararía; y luego cuando con el turco se rompiese, ponerse en punto donde la muerte fuese inevitable y se pudiese caer con honra.

Pero comparecer juntos ante él y decirle: «¡Perdónanos, hemos pecado!...» no es posible; sería un espectáculo demasiado teatral; y el que se encargase de hacer esa confesión tendría sobre su cómplice una gran ventaja; estando igualmente unidos a Martín, el primero que rompiese el silencio pasaría necesariamente por el más sincero y el menos culpable.

No hubo medio de que rompiese aquel mutismo pavoroso. Salieron, pasaron calles y plazas; él, cabizbajo y anonadado, delante; ella, implacable y rencorosa, detrás; ambos medio muertos, uno de miedo y otro de coraje, hasta llegar a la calle de la Pingarrona.