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Sin dejarle tiempo a reponerse le preguntó con interés por su hermanita, por su vida, por sus mariposas. Raimundo contestaba a sus preguntas con sobrado laconismo, no por frialdad, sino por su falta de mundo. Pero ella no se desconcertaba. Seguía cada vez más cariñosa envolviéndole en una red de palabritas lisonjeras y de miradas tiernas.

Describía con un laconismo pintoresco las noches en la dehesa, con sus toros dormidos bajo la difusa luz de las estrellas y el denso silencio rasgado por los ruidos misteriosos de las espesuras. Las culebras del monte cantaban con una voz extraña en este silencio. Cantaban, señor.

Gustar San Flisco. Gustar lavar. Gustar Carolina. Agradó a la señora de Galba el laconismo de Ah-Fe, así es que no se detuvo a reflexionar la influencia que tenía en su buena intención y sinceridad el imperfecto conocimiento del idioma de Shakespeare. Pero dijo: Ruégole no diga a nadie que me ha visto. Y sacó su limosnero.

Recibido el permiso se presentó el hoy comisario Juan, y con el laconismo, indiferencia y poco valor que le dan los indios á los actos y acciones de la vida, le dijo al Gobernador al par que abría un tosco saco: «Señor; anoche asaltaron los moros el pueblo; á todos los cogimos, y como eran muchos, y las cabezas seguro no habría podido traer; aquí en este saco hay más de cuatrocientas orejas moras;» y esto dicho, las presentó ensartadas en una larga cuerda de abacá.

Durante todo este tiempo, la buena y amable condesa, hacía cuantos esfuerzos le eran posibles para ligar conversación con María; pero el laconismo de sus respuestas frustraba sus buenas intenciones. ¿Os gusta mucho Sevilla? le preguntó la condesa. Bastante respondió María. ¿Y qué os parece la catedral? Demasiado grande. ¿Y nuestros hermosos paseos? Demasiado chicos.

La conversación duró un poco más en este tono. Desconcertado por mi laconismo y el interés con que con la mayor impertinencia del mundo, seguía yo las evoluciones de una mosca que se paseaba por un brazo de mi poltrona, levantose el barón, algo cortado y abrevió la visita. Acompañole mi tío hasta la puerta del jardín, y volvió enojado en busca mía. Esto no puede continuar así, Reina.

El estampador era un joven muy aficionado a la charla, hablaba sin ton ni son, escapándose de él el discurso y la palabra como se escapa el aire de un fuelle agujereado. Era un intellectus lleno de roturas. Mariano tenía en su laconismo una brutalidad sentenciosa. «¿Que habláis ahí, muchachos? dijo de pronto Juan Bou, que estaba aquel día de bonísimo talante, por haber cobrado una antigua cuenta.

Precisamente por eso replicó con displicente laconismo. Hubo unos instantes de silencio. Tristán comenzó a hablar en voz baja y afectando mucha calma. En realidad, había padecido una equivocación lamentable depositando su confianza en Estévanez, porque éste jamás había dejado pasar ninguna obra apreciable.

Cierto carraspeo conocido atrajo a Febrer, y le hizo asomarse a lo alto de la escalera. Un hombre envuelto en un mantón estaba en los primeros peldaños. Era Pep. El sopar dijo brevemente, tendiéndole una cesta. Jaime la tomó. Notábase en el payés un deseo de no hablar, y él, por su parte, sintió cierto miedo de que rompiese su laconismo. ¡Bona nit!

Vámonos dijo con un laconismo de enfado. La siguió el príncipe, cabizbajo, arrepentido de su violencia. A los pocos pasos, ella pareció conmoverse por este mutismo que representaba un arrepentimiento, y volvió á sonreir: Ya que en adelante no debo verte á solas... Olvidaba que eres un marino, acostumbrado á bajar en los puertos con premura, sin querer perder tiempo.