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Cuando la docena de perros, bien contada, que tenía el cortijo de Matanzuela, galgos, mastines y podencos, olfateaban a medio día el regreso del aperador, saludaban con fieros aullidos y tirones de cadena el trote de la jaca, y avisado por estas señales el tío Antonio, conocido por el apodo de Zarandilla, asomábase al portalón para recibir a Rafael.

Una lluvia de infamantes latigazos cayó sobre sus espaldas. D. Fruela le había sorprendido, le castigaba y le afrentaba furioso. La jauría de sus podencos y lebreles y sus monteros se acercaban ya. Afrentado el mozo, aunque en edad tan tierna, no reflexionó en el peligro ni en lo desigual de la lucha, y venablo en mano se lanzó contra D. Fruela para matarle.

Marijuán y yo nos reíamos; pero pronto nos fué forzoso disimular nuestra hilaridad, porque habiendo preguntado el joven aragonés con mucha sorna que cuál fué la ventaja sacada de tal lucha, Santorcaz se amoscó, y amenazando castigarnos si no nos entusiasmábamos como él, nos dijo: Mentecatos, podencos, ¿acaso la paz y Tratado de Presburgo es paja?

Le servían muchos criados, constantes unos y entrantes y salientes otros; y como era aficionadísimo a la caza, no le faltaban una jauría de galgos, podencos y pachones, y dos hábiles cazadores o escopetas negras, que solían acompañarle.

Canarios o jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.

Baila, Fadrique, repitió D. Diego, bastante amostazado. Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en muy buen estado, no se había puesto casaca como su hijo. D. Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el látigo con que castigaba al caballo y á los podencos de una jauría numerosa que tenía para cazar.

Llegábase donde estaba el perro, y, mirándole muy bien de hito en hito, y sin querer ni atreverse a descargar la piedra, decía: ''Este es podenco: ¡guarda! En efeto, todos cuantos perros topaba, aunque fuesen alanos, o gozques, decía que eran podencos; y así, no soltó más el canto

Unos treinta contenían las perreras y no fué mal concierto de ladridos el que armaron al precipitarse en tropel perdigueros y lebreles, mastines, galgos, sabuesos y podencos, de todos tamaños y colores. Detrás de los monteros y pajes que con sus voces aumentaban la algazara, veíase al noble señor de Morel, que contemplaba sonriente aquel animado cuadro.

Preciso es confesar que hubo el mayor acierto, pues el plan de curación empleado dió unos resultados excelentes, de tal modo, que las defunciones perrunas comenzaron á disminuir con gran complacencia de los amos, que volvían á recuperar sanos y salvos á sus mastines, pechones, rateros, galgos y podencos, cuyas vidas habían visto en peligro.