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Estos veteranos del mar sólo hablaban de fletes, de miles y miles de duros ganados en otros tiempos con sólo un viaje redondo, y de la terrible competencia de la marina á vapor. Ulises esperaba en vano que aludiesen alguna vez á las nereidas y demás seres poéticos que el médico Ferragut adivinaba en torno de su promontorio. Los Blanes no habían visto jamás estos seres extraordinarios.

En la representación de la loa aparecía una barquilla, brillante como la plata, tirada por dos grandes peces y rodeada de tritones y nereidas, que cantaban y bailaban en el agua. En la barca estaba sentada en su trono la diosa del mar con una urna, de la cual salían varios surtidores, y con un traje largo y de muchos pliegues, de los cuales surgían también en todas direcciones otros surtidores.

Y aquel mismo día, antes de que el sol rayase en lo más alto del cielo, no largo Oceano navegavam, As inquietas ondas apartando: Os ventos brandamente respiravam, Das naos as velas concavas inchando. Donna Olimpia y Teletusa no se mareaban. Se hallaban en el mar como nacidas: como si fuesen nereidas y no mujeres.

Mi marido se contentará con lo que le den respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén. ¿Y si se enfada? preguntaba en tono malicioso Emilita. Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse. ¿Y si te anda con el bulto? ¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo! ¡Jesús, qué horror! exclamaban riendo las tres nereidas.

Y delante de la gran fuente, donde van por el agua los hombres y mujeres que los poetas de antes dicen que hubo en la mar, las nereidas y los tritones, llevando en hombros, como si fueran en triunfo, la barca donde, en figuras de héroes y heroínas, el progreso, la ciencia, y el arte dan vivas a la república, sentada más alta que todos, que levanta la antorcha encendida sobre sus alas.

Un hermano de las Oceánidas, el prudente Nereo, reinaba en las profundidades mediterráneas. Este hijo de Océano era de barbas azules y ojos verdes, con haces de juncos marinos en las cejas y el pecho. Cincuenta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través de las olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de los remeros la espuma levantada por sus brazos.

Sus ojos amorosos se fijaban en las cincuenta princesas mediterráneas, las Nereidas, que tomaban sus nombres de los colores y aspectos de las olas: la Glauca, la Verde, la Rápida, la Melosa... «Ninfas de los verdes abismos, de rostros frescos como el botón de rosa; vírgenes aromáticas que tomáis las formas de todos los monstruos que nutre el mar», cantaba el himno orfeico en la ribera griega.

Mas hete aquí que, apenas lo hubo efectuado, saltó hecha un basilisco Micaela, la más irascible de las cuatro nereidas que nadaban en las profundidades de la morada del Jubilado: ¡Qué desvergüenza!... Esos no son juegos decentes, sino suciedades... No me extraña de Núñez, porque los hombres ¿a qué están?

Las divinidades del viejo mar no amaban las bebidas alcohólicas. Anfitrita y las nereidas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificios de palomas, libaciones de leche. Tal vez á causa de esto los marineros del Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en la embriaguez el más vil de los rebajamientos.

Rara vez se le conocía el orgullo en su mirada afable y honesta. Miquis decía que había en aquellos ojos mil elocuencias de amor y propaganda de ilusiones. También decía que eran un mar hondo y luminoso, en cuyo seno cristalino nadaban como nereidas la imaginación soñadora, la indolencia, la ignorancia del cálculo positivo y el desconocimiento de la realidad.