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Un hermano de las Oceánidas, el prudente Nereo, reinaba en las profundidades mediterráneas. Este hijo de Océano era de barbas azules y ojos verdes, con haces de juncos marinos en las cejas y el pecho. Cincuenta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través de las olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de los remeros la espuma levantada por sus brazos.

Muchas veces había pensado que no estaba educada para ser la mujer de un fondista. ¿Por qué? Sus fuerzas no eran muchas y había visto mujeres de los amigos de su marido, en el Kansas, que podían hacer más trabajo; pero él no se quejaba: ¡era tan bueno! Contemplela a la luz del hogar, cuyos reflejos jugueteaban en sus facciones ajadas y marchitas, pero finas y delicadas aún.

Desde lejos vi entrar a Magdalena en compañía de varias señoras jóvenes amigas, todas con trajes de verano de colores claros y las sombrillas abiertas sobre las cuales jugueteaban la luz del sol y la sombra de las hojas de los árboles.

Jugueteaban las manos de Mina en sus cabellos lacios, de un rubio blancuzco, pero distraídamente, con un descuido de madre preocupada, sin que ojos descendiesen hasta él. Miraba a Fernando con una franqueza varonil, cual si fuese un camarada, sonriendo a todas sus palabras sin saber por qué. Fijábanse sus pupilas en las pupilas de él resueltamente, como si quisiera sondearlas con su fluido visual.

Tres niños con blancas blusas, sonrosados y mofletudos como angelotes, tres pequeñuelos de la familia del conserje o de alguna casucha cercana, jugueteaban puestos en cuclillas sobre la hierba, hurgando los hormigueros y arrojando pedradas a los pájaros, que apenas si movían las alas.

Las sombras de las hojuelas de la bóveda verde jugueteaban sobre las hojas del libro, blancas y negras y brillantes; se oía cerca, detrás, el murmullo discreto y fresco del agua de una acequia que corría despacio calentándose al sol; fuera de la huerta sonaban las ramas de los altos álamos con el suave castañeteo de las hojas nuevas y claras que brillaban como lanzas de acero.

Habíamos llegado casi a la entrada de Belgrano, cuando mi tío dio orden al cochero que se detuviese junto a un pequeño rancho, en que jugueteaban tres o cuatro niños. Al detenernos, los niños se acercaron al carruaje y en la puerta del rancho aparecieron una mujer y un hombre, jóvenes ambos, que saludaron amistosamente a Alejandro que manejaba el coche, como si ya lo conociesen de antemano.

La mesa estaba colocada bajo un soto redondo y abovedado, y el sol de un bello día de verano arrojaba, á través de las hojas, algunos rayos que jugueteaban sobre el brillante y perfumado mantel.

Al primer aspecto, hay en este intacto monumento de tiempos casi fabulosos y de religiones primitivas, una potencia de verdad, una especie de presencia real, que sobrecoge el alma y la estremece. Algunos rayos de sol, penetrando en el follaje, filtraban por las junturas algo separadas, jugueteaban sobre el siniestro trozo y prestaban la gracia de un idilio á aquel bárbaro altar.

El dormitorio estaba adornado con ocho grandes tapices de un tono verde de hoja seca, representando jardines, amplias avenidas de árboles otoñales, con una plazoleta terminal en la que triscaban venados o goteaban solitarias fuentes en triples tazones. Encima de las puertas colgaban viejos cuadros italianos de una suavidad acaramelada: niños de carnes ambarinas jugueteaban con rizados corderos.