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El príncipe oyó fragmentos de sus comentarios: «Un pobre que vivía milagrosamente... La más leve emoción... Esa mujer...» Más allá del grupo correteaban los guardias del jardín transmitiéndose órdenes. Habían aparecido los bomberos, aquellos bomberos que, según el rumor público, se filtraban mágicamente á través de los muros del Casino para llevarse á los jugadores caídos en las salas.

La decadencia física se había detenido piadosa ante la bella expresión de sus labios, encorvados hacia arriba como una luna en creciente. Sus párpados, algo marchitos, filtraban al encontrarse una luz transfiguradora semejante a la del sol sobre las ruinas, que dora el moho de las piedras negruzcas y da alegrías de jardín a las plantas parásitas de los escombros.

Los alerces y los pinos lárices formaban en algún rincón del parque un grupo nemoroso, suizo, dejando caer sus mil brazos desmadejados, hasta besar lánguidamente el suelo. Las catalpas, majestuosas, filtraban entre su claro follaje los últimos rayos del poniente, y manchillas movedizas y prolongadas de oro danzaban a trechos sobre la fina arena de la avenida.

Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damasco y su atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de los gemidos. Después sintió una gran curiosidad, una de esas terribles curiosidades que suelen fascinar en tales momentos y dejar señal indeleble en la memoria del que las ha satisfecho.

Aún andamos a pleito por unas pesetas que no quiero dar... Pero fíjate, galán, que la cosa lo merece. Y Maltrana tenía que mirar a la luz de la vela la alta cama de forma antigua, toda ella dorada, pero tan vieja, que en algunos sitios mostrábase el metal descascarillado y sin brillo, y en otros estaba verde, revelando su permanencia en olvidados desvanes, bajo grietas que filtraban la lluvia.

Dos segundos después, la confusión era indescriptible: chocaban las lanzas contra las bayonetas, y gritos de rabia respondían a las imprecaciones; a la sombra de la gran encina, por la que se filtraban algunos rayos de luz débil, no se veía mas que caballos encabritados, con las crines erizadas, tratando de saltar el muro del prado, y, por debajo, las figuras bárbaras de los cosacos, con los ojos relucientes, el brazo en alto, descargando tajos con furor, avanzando, retrocediendo y lanzando gritos tan espantosos que ponían los cabellos de punta.

Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello.

Lloró largo rato, lloró copiosamente. Las lágrimas bañaban su rostro, caían sobre sus manos y las escaldaban. Cuando ya no pudo llorar más sintió una sed abrasadora. Pero gotas de agua filtraban por las paredes y por el techo. Con el hueco de las manos recogió á tientas algunas de estas gotas y las bebió. Sabía el agua á carbón, pero no importaba. Al cabo su sed se calmó.

Al primer aspecto, hay en este intacto monumento de tiempos casi fabulosos y de religiones primitivas, una potencia de verdad, una especie de presencia real, que sobrecoge el alma y la estremece. Algunos rayos de sol, penetrando en el follaje, filtraban por las junturas algo separadas, jugueteaban sobre el siniestro trozo y prestaban la gracia de un idilio á aquel bárbaro altar.

Cerró inmediatamente tras de él la puerta, para interceptar la salida de la luz: algunos pasos iban a bastar para llevarlo más allá del peligro de ser traicionado por los rayos que se filtraban a través de las rendijas de los postigos y el agujero de la alcoba.