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¡Los fletes nuestros y nuestras pilchas mejores, serían la presa de los piquetanos que nos habían cazado como a chorlos! ¡Ahí quedaban entre sus garras hambrientas! Siempre he pensado, después, que estos procedimientos son el origen de ese odio ciego, de esa invencible antipatía que los soldados de línea sienten por las policías rurales, y que los hombres observadores no alcanzan a explicarse.

Ella estaría allí en un palco, rodeada de luz, con su tía y sus amigas, tal vez bajo las hambrientas miradas de codicia varonil fijas en las tersas blancuras de su escote. ¡Y él, lejos!, ¡cada vez más lejos!... Al bajar del automóvil encontró desiertos los alrededores de la estación.

Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba: primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quién él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques; y, últimamente, las frutas de sartén, si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y, con corteses y hambrientas razones, le rogó le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas.

La hetera de lugar es menos exigente, pedigüeña y antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas heteras parisinas: pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes, que se lanza y abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada de langostas hambrientas y voraces.

Me recuerdas a los veteranos de mi tiempo, a los del Sambre, a los de Egipto. ¡Bah, bah, bah! No teníamos los carrillos hinchados ni estábamos relucientes de grasa; mirábamos como las ratas hambrientas cuando ven un queso, y teníamos los dientes largos y limpios.

Una noche del mes de Julio las facciones se presentaron en Elizondo. Bajaban por aquellos cerros, como bestias hambrientas, y sus gestos, sus pisadas, la viveza de su andar, el estrépito de las armas ponían miedo en el corazón más esforzado.

Los buques están encallados, las tripulaciones hambrientas y sublevadas, los indios de Jamaica se muestran hostiles; nada puede esperar ya de los hombres, pero se consuela con visiones celestes que se le aparecen de noche sobre el alcázar de popa y le hablan... También lo admiraba en los peligros del regreso de su primer viaje; peligros en los que le iba algo más que la existencia: la pérdida de la gloria que consideraba entre sus manos.

He visto mujeres hambrientas, casi desnudas, vender, no ya su cuerpo si algo valiera, sino lo más indispensable para su subsistencia, a fin de llevar cigarrillos o bebidas a sus maridos que, cuando están fuera de la cárcel, dilapidan con otras de mala vida el dinero que pueden atrapar, y a ellas les compensan su abnegación con caricias que dejan sobre sus cuerpos indelebles cicatrices que no se borran jamás.

Y más allá del círculo rojo trazado por las llamas, en el muro de sombras temblonas tras las cuales estaba lo desconocido, brillaban ojos coléricos, sonaba el rechinar de las uñas al afilarse, estallaba el gruñido de las bestias hambrientas, cegadas por tanto resplandor.

El Dios del Estado prusiano es el «viejo Dios alemán», un heredero de la feroz mitología germánica, una amalgama de las divinidades hambrientas de guerra. En el silencio de la avenida, el ruso evocó las rojas figuras de los dioses implacables. Iban á despertar aquella noche al sentir en sus oídos el amado estrépito de las armas y en su olfato el perfume acre de la sangre.