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¡Bueno!... ¡Llevá tus pilchas a casa y decile al sargento Gómez que te acomode con él! ¡Está bien, señor! Di media vuelta y salí como con alas en los talones. Ir a servir con el sargento Gómez, el agente mejor reputado en la comisaría, el crédito de la sección, era para la gloria. ¡Pedir más, la verdad, hubiera sido tentar la suerte!

Y tras la hueya, la concurrencia comenzaba a despedirse y a dirigirse al palenque unos en busca de sus pilchas para dormir por ahí, en cualquier parte, otros para tomar sus caballos y buscar su rancho, solos o acompañando a alguna de las damas que, llevando en ancas a su mamá, volvía al suyo, cuando de repente un tropel de caballos despertó los ecos del campo dormido, y coreado por ruidos de latas, pasos precipitados, ladridos de perros y ayes acongojados de las mujeres asustadas, resonó estentórea una voz vinosa que, dominando aquel desconcierto, nos dejó como clavados en el puesto que cada uno ocupaba.

Primero, el petiso de los mandados maceta y mosqueador que buscando verse libre de las sabandijas u obedeciendo a la costumbre de evitarlas, había ido retrocediendo hasta apartarse del grupo, y sembrando el trayecto recorrido con las pilchas del muchacho a cuyo servicio lo había condenado la suerte, que nunca le fue propicia; luego los mancarrones de algunos gauchos pobres y de los viejos vagos del pago, con sus aperos formados con prendas de procedencia diversa y de más diversa fabricación, con sus riendas peludas y anudadas y con sus cinchas enflaquecidas de puro dar tientos para remiendos; y, finalmente, algunos redomones bravíos, que al sentirme llegar yerguen las orejas, relinchan y se agitan, indicándome que ya hay mocetones que me harán competencia en el corazón de las dueñas de esos otros pingos, cuidados y lustrosos, tusados con coquetería, y cuya crin ha servido para dibujar ya un arco atrevido, ya una guarda griega caprichosa, y que lucen bozales tan primorosos y cabestros tan llenos nos de bordados y de adornos.

¡Los fletes nuestros y nuestras pilchas mejores, serían la presa de los piquetanos que nos habían cazado como a chorlos! ¡Ahí quedaban entre sus garras hambrientas! Siempre he pensado, después, que estos procedimientos son el origen de ese odio ciego, de esa invencible antipatía que los soldados de línea sienten por las policías rurales, y que los hombres observadores no alcanzan a explicarse.