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Los abrazos en la desgracia saben mejor aún que en la felicidad. Levantamos la casa de la avenida Alvear; echamos a los porteros, a los sirvientes, a los lacayos, a los «chauffeurs», una punta de vagos que puestos en fila, llegaban a la acera de enfrente, y nos vinimos a «Los Carpinchos», a trabajar, hijita, como unos gringos recién llegados.

En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres.

Hablando con Isidro por vez primera, le había hecho el elogio de su ciudad. Cuando Buenos Aires no era más que Buenos Aires a secas, una aldea mísera, nosotros éramos el reino del Tucumán. Los porteños, ahora tan orgullosos, datan de ayer, son en su mayor parte hijos de gringos emigrantes. Nosotros somos nobles. Usted, que es español, conocerá sin duda nuestro apellido: Vargas del Solar.

¡Los gringos! ¡Vamos a ver a los gringos! decían los niños en el paseo, acudiendo curiosos, atraídos por los aplausos. Varias comisiones de sociedades italianas de Montevideo habían venido a saludar a su compatriota el conferencista ilustre de paso para Buenos Aires. Todos se lamentaban de que no descendiese inmediatamente en su ciudad; le pedían que volviera cuanto antes a Montevideo.

Sólo algunos gringos procedentes de los llamados «países latinos» buscaban las botellas de vino tinto. Los demás, especialmente los hijos del país, consideraban los líquidos de color de sangre como una bebida ordinaria, apreciando la claridad y el tono blanco de los vinos como signo de aristocracia. Resonaban continuamente los taponazos del champaña.

Sus maridos, gallegos o gringos, han hecho fortuna como la hicieron los padres o los abuelos de las otras, procedentes también de Europa. No hay entre ellas más diferencia que una generación o dos de vida americana. El origen casi es el mismo. ¡Pero lo que representa socialmente esa diferencia!... Ojeda asintió, recordando la época de su vida pasada en Buenos Aires como secretario de Legación.

Eran el doctor Zurita, el obispo, el abate francés, el conferencista italiano y Ojeda. ¡Y qué de títulos!... El obispo era Su Grandeza, Zurita Su Excelencia, y Ojeda, por ser algo, aparecía con el título de doctor. Pero ¡qué graciosos estos gringos! Reía Zurita con una mezcla de burla democrática y satisfacción infantil.

Isidro, al enterarse de que no estaba herido, sintió menos dolor. «No es nada, señores. Muchas graciasEl amigo Gómez, desencantado por el final pacífico del acto, y furioso al mismo tiempo por la posibilidad de que una bala le hubiese alcanzado a él estando junto al maestro, murmuraba tenazmente: ¡Pucha!... ¡qué desgraciados son estos gringos! ¡Qué mal tiran!

El llevaba un nombre francés, tenía sangre francesa, y lo que hacían aquellos gringos que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios era digno de agradecimiento. ¡Los subditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo á un gran suceso histórico.

Pero ¡qué lindo, ché!... Y es el marido el que va á dirigir el desafio... Y los otros dos se pelean por su mujer... Pero ¡qué gringos tan sabrosos! Me gustará ver eso... ¡Cosa bárbara! Luego añadió, serenándose: que acepto el ser padrino. Eso vale más que una comedia en Buenos Aires ó una de esas historias del biógrafo que traen loca á mi niña.