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Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención.

Señor Goicochea: va usted a hacerme el... pinturero favor de largarse inmediatamente. Necesito estar solo; váyase a tomar el sol, adonde le la gana.... ¡al capacho! pero márchese en seguida. Miraba al secretario de tal modo, que éste creyó que iba a recibir algún golpe tardaba en obedecer. Y cogiendo el sombrero, salió apresuradamente. Las oficinas parecían desiertas.

Goicochea te acompañará dijo señalando á su secretario. Toma abajo mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis. Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.

Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para él, de la sabiduría humana. Pues hay para rato, señor Goicochea dijo el médico saliendo del porche en busca del carruaje. No diré que no, don Luis.

Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse ante su gesto. A ver: siga usted, señor Goicochea, dijo el doctor. Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.

No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á nadie. Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la conversación. ¡Qué hermosa vista! dijo señalando la parte de la villa que se alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.

Cuando se convenció de que no podíamos salvarle, rompió en lloros y aclamaciones á la Virgen, lo mismo que don Tomás. Se agarró á la misma fe de las mujeres más ignorantes del pueblo. Llamaba á la Virgen de Begoña con un vozarrón que se oía desde la calle. ¿Y llegó á salvarse? dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de un milagro.

A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á la comida de familia, había salido antes en el tranvía. no descansas decía el médico á su primo, ¡todos los días Las Arenas á Bilbao! Todos los días.

Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares con cierto entusiasmo. Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud... los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se acordará.

Su voz sonaba trémula y algo aflautada; una voz de ira; sus ademanes aparecían descompuestos, y lo que más asustaba al secretario, era que hablaba mucho, que había perdido su concisión característica y vacilaba envolviendo en palabras y más palabras sus tardos pensamientos. A ver, Goicochea; que lleven á casa el equipaje que está abajo.