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Mientras no cesase la inmigración, cortándose la corriente continua de hombres, mientras no se estancara la población obrera de las Encartaciones, era difícil que el trabajo conquistase todos sus derechos. Aresti, con el deseo de no sufrir nuevos retrasos, redobló el paso al entrar en Labarga, caminando con la cabeza baja para no oír los llamamientos de las mujeres. Un hombre se le puso delante.

Aquella tumefacción del paisaje era obra del hombre. La montaña se había formado espuerta sobre espuerta. A su sombra habían nacido Gallarta y la riqueza del distrito. Era la escoria de la mina de San Miguel de Begoña, la explotación más famosa de las Encartaciones: toda de mineral campanil y del más rico. Allí habían comenzado su fortuna Sánchez Morueta y otros potentados de Bilbao.

Aresti, excitado por este estruendo, recordaba la famosa batalla de las Encartaciones, cuando el ejército liberal intentaba levantar el sitio de Bilbao por segunda vez. La ferocidad de los hombres, la triste gloria de la guerra y la destrucción, habían popularizado los nombres de dos humildes aldeas de Vizcaya.

Ya mueren aquí las gentes sin llamarme, tan tranquilas, como si fuesen perros exclamaba indignado. Cada vez hay menos entierros. Ya van al cementerio sin acordarse de don Facundo, escoltados por centenares de badulaques que se pirran por molestar á la Iglesia asistiendo á eso que llaman actos civiles. Señores... ¡entierros civiles en las Encartaciones! ¿Quién podía figurarse que veríamos esto?...

Los ricos de allá hablaban con desprecio de las gentes de las minas, como si no fuesen capaces de tomar parte en la apuesta, presentándose en Azpeitia al lado de su barrenador. Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Y menuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreverse con el Chiquito de Ciérvana, que era la gloria más grande de las Encartaciones!

En esta lucha se interesaba el espíritu de clase y el patriotismo. Vizcaínos contra guipuzcoanos: la gente de las Encartaciones contra aquellos patanes que intentaban comparar sus burdos barrenadores de las canteras de caliza con los de las minas de hierro, que eran casi unos artistas.

Hacía diez años que había sido trasladado al distrito minero desde un pueblecillo de Álava, y afirmaba que la mejor tierra del mundo era la de las Encartaciones. «Paz, mucha paz; para todos hay vida en el mundo.» Y en santa paz vivía, siendo gran amigo de Aresti, y tomando á broma las doctrinas revolucionarias que el doctor, por aburrimiento, exponía á los ricos de Gallarta después de sus famosas cenas.

No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á nadie. Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la conversación. ¡Qué hermosa vista! dijo señalando la parte de la villa que se alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.

Pero en las pródigas Encartaciones el hierro forma montañas enteras: la explotación es á cielo abierto; sólo se necesita hacer saltar la piedra, recogerla y trasladarla, cavar, romper como en la tierra del campo, y el bracero, empujado por el hambre, llegaba continuamente en grandes bandas á sustituir sin esfuerzo alguno á todo el que abandonaba su puesto protestando contra el abuso.

Despertaba en ellos cierto orgullo que el doctor Aresti, que había estudiado en el extranjero y del que hablaban en la villa con respeto, quisiera vivir entre ellos, en la sociedad primitiva y casi bárbara del distrito minero. Esto les halagaba como si fuese una declaración de superioridad en pro de los mineros de las Encartaciones sobre los chimbos de Bilbao.