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¡Quieto, Fidel! Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los novios oyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas. ¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo? exclamó Elena con el semblante iluminado de alegría. Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán la siguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germán conversando y riendo.

Aquel Fidel, feroz corredor de conejos y de ánades, hacía ya largo tiempo que estaba jubilado. Su ama al casarse le había traído del Sotillo concediéndole un honroso descanso, al cual ya tenía derecho por sus dilatados servicios.

Óigalo ó no lo oiga, resulta que de la conversación de aquellas mujeres; del tumulto de cosas humanas que percibe en las novedades que ellas cuentan; de las ideas de pasión, de combate, de felicidad, de leyes naturales y de leyes escritas que estas novedades siembran en su alma; de lo que le mandan y vedan las obras místicas que lee; de lo que dicen con su mudo lenguaje las flores; los pájaros, los céfiros, el sol, la luna y hasta las tímidas estrellas, va formándose en el corazón de Amparo un mundo armónico y fulgente, lleno del sentimiento universal, lanzado en órbitas mucho más amplias, libres y luminosas, que el mundo de las cuatro paredes de su encierro, y henchido de un concento misterioso, que canta incesantemente esta oda de una sola frase: «¡Fidel mío

Clara jugaba con su niño teniéndole en brazos, mientras éste sujetaba con sus tiernas manecitas las orejas del Fidel. Eran los grandes placeres de la gentil hermana de Reynoso, casi puede decirse los únicos.

Tenemos casa para alojar dos familias numerosas... ¿Y dónde está ese niño? Quiero verle añadió con su franqueza y aturdimiento habituales. Clara hizo traer a su hijo. El marquesito le alzó entre sus manos de gigante y le zarandeó un rato con no poca alegría del infante, que soltaba carcajadas y se agarraba a sus orejas con igual confianza que a las de Fidel.

Pero vamos al asunto. «¿Cómo hablarlese pregunta continuamente Fidel. En casas como la de Amparo no se concibe la visita de un mozuelo. Los caballeros, en la calle, se tratan con llaneza, ¡con demasiada llaneza! Pero á las señoras se las trata, y ellas se tratan entre , con cancilleresca ceremonia.

Gabriel, siempre bondadoso, era el que más rondaba, cuidando escrupulosamente de los marcadores. Su compañero, el señor Fidel, descansaba tranquilo, alabando su generosidad. Buen compañero le habían dado; gustábale más que el antiguo, con sus aires imperiosos de viejo guardia, siempre riñendo por decidir a quién correspondía levantarse y hacer la ronda. El pobre hombre tosía tanto como Gabriel.

Tiro al primero y cae a la orilla. ¡Pero el otro...! El otro estaba ya en lo alto en medio de la charca. Disparo sin esperanza alguna y con gran sorpresa le veo caer al agua. ¡Allí vierais a Fidel echarse al agua y nadar como un pez mientras este otro animalito, la Dora, a quien tenía sujeta por el cuello, aullaba y se estremecía de afán por seguirle!

El Fidel comenzó a recorrer el salón con la cola agitada, oliendo en todas partes: luego salió como un torbellino, recorriendo los pasillos, entrando en las habitaciones, buscando, olfateando. Entró de nuevo, miró a Tristán, dejando escapar quejidos lastimeros, se fue a la puerta de la calle, volvió y repitió varias veces esta maniobra. El pobre animal buscaba a su ama.

Bésele usted la mano... Digo no... No se la des, Clara, no la merece. El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestado gruñó. ¡Muérdele, Fidel...! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso...! ¡a ese! ¡a ese! El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estaba a punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo al través de sus lágrimas.