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Los chicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando una oportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eran los mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos de hortelanos, desde la estación a la casa, dando vivas al diputado, al ilustre hijo de Alcira.

Nos espiaban con ojos severos, nos seguían, apartándonos con invisible zarpazo al menor intento de desviación en la ruta.

Piola dió un grito y Manos Duras salió del rancho, asomándose á la esquina de adobes y quedando visible por unos momentos para los que espiaban tendidos entre los matorrales. Eran los cordilleranos que llegaban.

Espiaban desde allí las entradas y salidas de los pasajeros. Seguían con mirada de admiración la marcha rítmica de las señoras que surgían de las pequeñas viviendas para perderse en un dédalo de calles alfombradas, ascendiendo a los pisos altos del buque, que ninguno de ellos había alcanzado a ver, y de los que llegaban rumores de músicas y fiestas.

La corrida del domingo aplazábase para un día de la semana en que hiciese buen tiempo. El empresario, los empleados de la plaza y los innumerables aficionados, a los que esta suspensión forzosa traía de mal humor, espiaban el firmamento con la ansiedad del labriego que teme por sus cosechas.

Melchor lo rompió temblorosamente y abriendo enormes sus grandes ojos azules, mientras lo espiaban anhelosos Lorenzo y Ricardo, prorrumpió con la voz ahogada por la emoción: De Clota... ya vengo... voy a contestarle. ¿El recibo?... señor... le reclamó el mensajero. ¡Ah... es cierto! ¿Tienes lápiz, Lorenzo? No. Yo tengo dijo Ricardo.

Les espiaban tal vez a todas horas; en los caminos inmediatos al huerto había gente emboscada con la esperanza de ver algo nuevo.

Le espiaban, estaba seguro. Atilio, detrás de los visillos, seguía indudablemente sus paseos entre los árboles. Tal vez Spadoni, que había pasado la noche en Villa-Sirena, saltaba de la cama, perdiendo dos horas de sueño, para contemplar esta novedad estupenda. Hasta Novoa habría suspendido su lectura para mirar hacia el jardín. Alicia notó esta soledad. Ni invitados ni servidores.

De nada huía D. Facundo como de esto último; jamás le había oído nadie vanagloriarse de cosa alguna ni hablar siquiera de sus asuntos, con tal que de la conversación resultase él en buen lugar por cualquier concepto; su reserva era proverbial en casa de Rivera y en las demás que frecuentaba, que no eran muchas; esta cualidad, en vez de respeto, inspiraba risa a sus amigos, los cuales se complacían en mortificarle haciéndole preguntas referentes a su vida y negocios, y hasta le espiaban los pasos para decir después en plena tertulia lo que había hecho, dónde había entrado, con quién le habían visto hablar, etcétera.

En su casa, á solas con Antonieta, presentía la existencia de invisibles fantasmas que le espiaban, que tomaban nota de sus acciones, que á cada arranque de pasión parecían interponerse entre su mujer y él. ¿Por qué estás siempre leyendo? preguntaba á veces la joven. ¡Ay, esos libros! ¡Con qué gusto los quemaría!