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Actualizado: 30 de junio de 2025


Ningún dramaturgo había llegado á la gloria antes que él; cuando iba por los «boulevards», el público se detenía paria verle pasar; los autores le espiaban, le imitaban; diariamente la Prensa hablaba de él; hasta los mueblistas y los sastres explotaron la popularidad sin fronteras del poeta: hubo «sillones Rostand», «chalecos Rostand», corbatas y cuellos «á lo Rostand». Aquel nombre glorioso, repetido por millones de labios, volaba por los hilos del telégrafo de un continente á otro y llenaba el mundo: hasta las estrellas parecían saberlo.

Todos parecían iguales en su construcción, pero los ocupantes los habían modificado con sus adornos. La cara exterior era siempre la misma, cortada por aspilleras en las que había fusiles apuntados hacia el enemigo y por ventanas de ametralladoras. Los vigías, de pie junto á estas aberturas, espiaban el campo solitario, como los marinos de cuarto exploran el mar desde el puente.

No se atrevían á dirigirse mutuas preguntas y se espiaban, temiendo sorprender en sus fisonomías la huella de una inquietud, la prueba de una pena. Hubieran querido convencerse de que habían renunciado, Roussel á sus prevenciones y Mauricio á su amor.... Pero sabían que esto era imposible y ambos sufrían.

Coge las tijeras y corta la vejiga alrededor. Después pones las hilas encima de la llaga y se concluyó... ¡Ya ves que es bien fácil! Ventura no respondió. Tornó las tijeras, se inclinó de nuevo y se puso a cortar la piel. ¿Te duele? Nada: sigue adelante. Pero al quedar la llaga al descubierto la joven no pudo reprimir un gesto de repugnancia. Los ojos de su marido, que la espiaban, se turbaron.

¡Es preciso no olvidar las impresiones de terror o de piedad que agitaron las entrañas de las mujeres romanas, durante el tiempo que llevaron en ellas a aquellos hombres! ¡Es preciso calcular cuan amargada sería por las lágrimas la leche de que mi madre misma me nutría, mientras la familia sufría un prolongado cautiverio del que sólo la muerte debía librarla, mientras el esposo adorado estaba sobre las gradas del cadalso y ella permanecía encerrada en su desierta casa, guardada por los feroces soldados que espiaban sus lágrimas considerando su cariño como un crimen e insultando su dolor!

Los hombres que espiaban el paso fueron acercándose a la venta, ocultándose por los lados del camino. El coche iba casi lleno. El Cura, el Jabonero y los siete u ocho hombres que estaban con ellos se plantaron en medio de la carretera. Al acercarse el coche, el Cura levantó su garrote y gritó: ¡Alto! Anchusa y Luschía se agarraron a la cabezada de los caballos y el coche se detuvo.

Se reunían hombres y mujeres con la fraternidad de la miseria, espiaban á los compatriotas más felices para asaltarlos con sus peticiones, discutían entre ellos números y colores, lograban reunir algunos francos después de rebuscar en el fondo de todos los bolsillos, y como emisario de sus ilusiones diputaban á algún camarada tan pobre como ellos, pero que aún no había «tomado el viático» y tenía libre la entrada.

Aunque de suyo confiado, creía notar el capellán que le espiaban. ¿Quién? Todo el mundo: Primitivo, Sabel, la vieja bruja, los criados. Como sentimos de noche, sin verla, la niebla húmeda que nos penetra y envuelve, así sentía Julián la desconfianza, la malevolencia, la sospecha, la odiosidad que iba espesándose en torno suyo. Era cosa indefinible, pero patente.

El coche emprendió la marcha carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar. Ella comenzó. ¡Ah, la maldita!

Palabra del Dia

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