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A la noche siguiente fué á visitar al viejo y popularísimo Sevestre, protector de los comediantes jóvenes y especie de cacique ó de gobernador general de todos los pequeños teatros de los arrabales parisinos.

-Así es verdad -replicó don Quijote-, porque no fuera acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola en tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la república, poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo las acciones de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes.

Entre , los comediantes, separados por el deseo de brillar, celosos unos de otros, se destrozan fieramente en una lucha taimada y sin cuartel: sus rivalidades personales rebasan los límites de los bastidores y les acompañan sobre el escenario, y allí se recrudecen.

Son dramas religiosos, en los cuales se intercalan entremeses burlescos para mitigar y sazonar la seriedad de la exposición. Las compañías de comediantes, de las cuales hay dos en Madrid, cierran los teatros en esta temporada, y, por espacio de más de un mes, ponen sólo en escena piezas religiosas. Están obligados á representar cada día delante de la casa de uno de los presidentes de los consejos.

Seguid, señor Ginés, seguid; vos, Mari Díaz, no interrumpáis dijo uno. Todos los cuellos estaban estirados, todas las cabezas extendidas hacia el noticiero, todos los oídos atentos, porque han de saber nuestros lectores, que en todos los tiempos los comediantes, como gente libre, se han tomado gran interés por los negocios públicos.

Semejante á una gran ráfaga de aire, la noche del estreno tiene la virtud de barrer todas estas pequeñas impurezas. Nadie, mejor que los comediantes, sabe cuánto arriesga un autor en esas horas, de las que acaso dependen, no sólo su porvenir personal, sino también el éxito de la temporada y los intereses de la comunidad.

De los nombres siguientes de los comediantes de más fama y popularidad de la época de Felipe IV y de Carlos II, tenemos pocas noticias ó ninguna. Pellicer, de cuya obra, juntamente con los entremeses de Benavente, sacamos las apuntadas á continuación, sólo ofrece datos de poco interés.

Si estas leyes se hubiesen aplicado con rigor, su influjo en los teatros y en la poesía dramática hubiese sido, sin duda, duradero; parece, sin embargo, que, así estas medidas gubernativas como otras anteriores, cayeron pronto en desuso, porque pocos años después el austero arzobispo de Sevilla, confesor de Felipe IV, intentó suscitar en el Rey escrúpulos de conciencia para que prohibiese esas funciones, diciéndole en su petición, dirigida á este objeto, que los comediantes se vestían con el mayor lujo, y que en todas partes había teatros, representándose en algunas poblaciones hasta dos ó tres comedias, con las decoraciones más costosas, mientras que el Rey y la religión católica carecían de recursos para defenderse de enemigos y de herejes; y que la prohibición de representar comedias, desde 1644 á 1649, no fué perjudicial al Estado.

Fué preciso que Su Ilustrísima se lo suplicara con mucho empeño. «He hecho una obra buena, decía; ¿qué mejor aplicación he podido dar á esa parte del caudal que el Señor me ha confiado?...» Le digo á usted que era todo un bendito de Dios el señor Intendente. Reíme de veras con el sucedido de los comediantes.

Una compañía de comediantes vagabundos pasó por allí, y Glatigny, cautivado por aquel vivir errante, se unió á ellos: su alma debió de experimentar entonces una emoción análoga á la que produce la música en las tardes de lluvia; la misma sensación de melancolía y de silencio que con vigores rembranescos retrata Rusiñol en su inolvidable cuento «La alegría que pasa».