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Ahora dijo alegremente tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya se presentará la pesca cuando ella quiera. Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada a puñetazos sobre la borda. El viento soplaba fuerte y la barca cabeceaba rudamente sobre las olas de larga y profunda ondulación. ¡Pae! gritó Antoñico desde la proa , ¡un pez grande, mu grande!... ¡Un atún!

Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre. A ver si hoy tenéis más fortuna murmuró la mujer desde la cama . En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro! Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá.

Mientras su mirada se perdía en el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pies, decía con la risita burlona que a doña Manuela, según confesión propia, le «requemaba la sangre»: De compras, ¿eh...? Yo también voy danzando por el Mercado hace más de una hora. ¡Válgame Dios, cómo está todo!

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado a los varales del carro, buscando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo débiles arañazos en su callosa piel.

Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provisiones y en una mano la banasta de los roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerles. Padre e hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al muelle de los pescadores.

Por detrás de la barrera iban los chulos de la plaza, con sus blusas rojas, abrumados bajo el peso de las capas de brega, repugnantes andrajos manchados de sangre; y por los tendidos, haciendo prodigios de equilibrio, filtrándose por entre el compacto gentío, avanzaban los vendedores de gaseosas con el cajón al hombro, pregonando la limonada y la cerveza, y los tramusers con un capazo a la espalda, llenando de altramuces y cacahuetes los pañuelos que les arrojaban desde las nayas y devolviéndolos a tan prodigiosa altura con la fuerza de un proyectil.

La Loca, no contenta con convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguardarla del sol. ¿No era aquello abusar de la paciencia de un hombre?... Se acabó todo. Y abarcando en sus manazas a los cinco gatitos, los arrojó en montón a sus pies. Iba a aplastarlos a patadas; lo juraba, ¡voto a esto y lo de más allá! Iba a hacer una tortilla de gatos.

Y por entre medio de esta invasión rústica, pasaba la gente de la ciudad; los burguesillos de arregladas costumbres con una capa vieja y un enorme capazo, en el que metían las provisiones, después de regatearlas tenazmente; las señoritas que veían en el mercado de los miércoles algo extraordinario que alegraba la monotonía de su existencia; los desocupados que pasaban horas enteras de pie, junto al puesto de un vendedor amigo, curioseando lo que cada cual llevaba en su cesta, murmurando de la avaricia de unos y de la generosidad de otros.