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Sobre las mesas, hechas con tablas y caballetes y que tenían por manteles sábanas recién lavadas, fueron apareciendo los manjares más ricos y extraordinarios del «Almacén del Gallego» y otros despachos de bebidas y alberguerías existentes en las colonias inmediatas al río Negro.

Todas estas señoritas vuelan hacia sus caballetes: se han puesto las blusas y aparentan absorberse en su arte. Joaquín entra; es un hombre de cincuenta años, extremadamente chic y muy atildado. Tiene manos de prelado, rostro banal de artista mundano, hermosos ojos negros, nariz aguileña, bigotes finos y barba en punta, demasiado negra. Luce una severa levita con la gran roseta de comendador.

En la chimenea, y sobre graciosos caballetes de ébano y roble, había varios retratos, entre ellos el de Isidora, obra admirable por la perfección de la fotografía y la belleza de la figura. Parecía una duquesa, y ella misma admiraba allí, en ratos de soledad, su continente noble, su hermosura melancólica, su mirada serena, su grave y natural postura.

Para impedir el daño del patianac, se sitúan armados en los caballetes y alrededores de la casa, y dan tajos á derecha é izquierda y fuertes voces para ahuyentar al mal genio.

Las casas de madera, con sus pisos que sobresalían y sus curiosos caballetes rematados en punta; las escaleras de las puertas y los quicios con las primeras hierbas de la primavera que empezaban á brotar en las cercanías; los bancos de tierra de los jardines que parecían negros con la tierra removida recientemente; todo se volvió visible, pero con una singularidad de aspecto que parecía darle á los objetos una significación diferente de la que antes tenían.

Y en las esquinas de la habitación, en caballetes negros, sin ornamentos dorados, ostentaban su rica encuadernación cuatro grandes volúmenes: El Cuervo de Edgar Poe, el Cuervo desgarrador y fatídico, con láminas de Gustavo Doré, que se llevan la mente por los espacios vagos en alas de caballos sin freno: el Rubaiyat el poema persa, el poema del vino moderado y las rosas frescas, con los dibujos apodícticos del norteamericano Elihu Vedder; un rico ejemplar manuscrito, empastado en seda lila, de Las Noches, de Alfredo de Musset; y un Wilhelm Meister el libro de Mignon, cuya pasta original, recargada de arabescos insignificantes, había hecho reemplazar Juan, en París, por una de tafilete negro mate embutido con piedras preciosas: topacios tan claros como el alma de la niña, turquesas, azules como sus ojos; no esmeraldas, porque no hubo en aquella vaporosa vida; ópalos, como sus sueños; y un rubí grande y saliente, como su corazón hinchado y roto.

Los caballetes de los tejados, las buhardillas, las chimeneas, destacaban las líneas de sus macizas sombras, bruscamente interrumpidas y dominadas por los negros contornos de las altas torres de los templos.

El padre Tomás penetró en el salón con tan prodigiosa vivacidad, que tropezó en una mesita en la que la abuela expone pues es una verdadera exposición, preciosas miniaturas antiguas. La mesa retembló en sus patas vacilantes, los caballetes se estremecieron bajo su gracioso peso de cuadritos y retratos, y el cura se quedó tan confundido que sus gafas temblaron en la rebelde nariz.

Una puerta de calle sobre dos caballetes de troncos era una mesa. Las bóvedas y paredes estaban tapizadas con cretona de los almacenes de París. Fotografías de mujeres y niños adornaban las paredes entre el brillo niquelado de aparatos telegráficos y telefónicos.