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A los tres años de esta vida, estando Leonora en todo el esplendor de su belleza, fue en Niza la mujer de moda una primavera completa. Los periódicos de París, en sus crónicas del gran mundo, hablaron de la pasión de un anciano rey, un monarca democrático que abandonando su estado partía en villegiatura para la Costa Azul, como un fabricante de Londres o un bolsista de París.

Justa y Engracia eran hijas de una familia honrada, linajuda y rica, ambas casadas; Justa con un propietario que vivía de sus cuantiosas rentas, sin más trabajo que cuidar de aumentarlas, y de quien no tuvo hijos; Engracia con un bolsista de intachable reputación, pero tan confiado en su estrella que aventuraba en jugadas peligrosas más de lo que permite la prudencia.

Mientras tanto, las niñas de Pajares, las de López el famoso bolsista y otras amiguitas posesionábanse de los balcones, convirtiéndolos en pajareras con su charla graciosa y sus ruidosas risas. La plaza era un mar multicolor de cabezas.

¡Qué ha de tener! dijo el señor López el bolsista con expresión doctoral . Cuando a Fernando VII lo trajeron a los Silos, declaró que esto era el balcón de España. Pues figúrese usted añadió doña Manuela, que enrojecía de satisfacción con estos elogios que alcanzaban a su casa . Si los Silos son el balcón de España, ¿qué será Villa-Conchita, que está más alta que ellos?

Su plan estaba formado. Esperaría hasta fines de año, vendería el huerto de Alcira, y don Antonio le haría traspaso de la tienda por unos cuantos miles de duros. El afortunado bolsista seguía abominando de la tienda y del mezquino comercio al por menor; no era difícil alcanzar la cesión de Las Tres Rosas por lo que el joven quisiera darle. ¡Valiente cosa le importaba a él mil duros más o menos!

Pero ahora, al pensar en las audacias que se permitió el día de Corpus y otras muchas realizadas por el bolsista en sus diarias visitas, doña Manuela deteníase avergonzada, y a estar iluminado el salón, se hubiera visto su rubor. Ella, que hacía tantos años no se acordaba para nada de Melchor Peña, sentíalo vagar en torno como un espíritu guardián de su honrada viudez.

El bolsista sentía como un renacimiento de la vida, algo que recordaba sus fiebres de joven, cuando siendo primer dependiente bromeaba y perseguía a la criada Teresa en la trastienda de Las Tres Rosas. Las niñas habían sido enviadas por su mamá a casa de «las magistradas». Juanito estaba en la tienda; y en cuanto a Rafael, no había que esperarle hasta bien entrada la noche.

No quería él que se supiera el cercano parentesco de Agapo el atorrante con el rico bolsista don Bernardino, por vergüenza de su propia situación; conservaba hondo rencor contra su hermano, a quien acusaba de haberle abandonado y hasta empujado al vicio para librarse de él, y no le socorría como debiera, ahora que era dueño de cuantiosa fortuna.

Como árbol frondoso, al que se enganchan helechos y enredaderas, poblado de nidos y cubierto de musgo, cuyo tronco arranca el huracán o corta el hacha del leñador, y al venirse a tierra sepulta en su propia ruina a la colonia de parásitos que sustenta, el soberbio bolsista arrastraría tras a toda esa turbamulta que le seguía cantando el hosanna, de pequeños comerciantes sin capital, de ilusos con más ambición que buen sentido, cadena sin fin, vigorosamente remachada.

Los enfermos graves eran pocos, y como por razón de su estado se hallaban recluidos en sus habitaciones, no molestaban a los que querían divertirse; los cuartos eran limpios, la comida, si no muy delicada, abundante y sabrosa, las camas aceptables, el campo delicioso, y las excursiones salían baratas; de suerte que todo el mundo estaba contento, sin acordarse el bolsista de sus negocios, ni el empleado de su oficina, ni la mujer hacendosa de los quehaceres de su casa, ni mucho menos el estudiante de sus libros: las niñas en estado de merecer disfrutaban bastante libertad para dejarse galantear a sus anchas por los muchachos; y, según malas lenguas, de igual libertad se aprovechaban algunas casadas, si no para permitir que fuese invadido allí mismo el cercado ajeno, a lo menos para demostrar que no lo defenderían mucho cuando, de regreso en la corte, fuesen menor el peligro de la murmuración y las ocasiones más seguras.