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Al fin vinieron algunas vecinas entre parientes y amigas, unas más pobres que otras, á cual más sencillas y aspaventeras. La más lista de todas era Hermana Balî, una gran panguinguera que había estado en Manila para hacer ejercicios en el beaterio de la Compañía. Julî vendería todas sus alhajas menos un relicario de brillantes y esmeraldas que le había regalado Basilio.

Pues mira, Juanita contestó el interpelado , yo digo que no, porque no quiero ser cómplice de tu locura y porque un papel firmado por ti, que eres menor de edad, no vale un pitoche. El pagaré, aunque apenas tengo veinte años, valdría tanto como si yo tuviese treinta. Nunca he faltado a mi palabra escrita. Para cumplir el compromiso que contrajese me vendería yo si no tuviera dinero.

Y misia Casilda, recordando a la de Barrientos, contestaba que, efectivamente, muchas veces los mejores amigos son los primeros en dar el esquinazo, y que vale más dirigirse a los extraños; pues, por dejar de pedir no quedaría, y si el medio supremo, el suyo, no resultaba, se hipotecaría la finquita o se vendería: con el producto bien podía pagarse al señor Portas y a alguno de los demás acreedores, pues si la casa, vieja, no valía gran cosa, el terreno, por el sitio, valía mucho.

Y es una hermosa muchacha: está flaca y sobre todo mal vestida; pero con un mes de buen trato... ¡Y usted la vendería, la dije con repugnancia sin dejarla concluir. Hoy todo se compra y se vende, me contestó con sarcasmo: se vende el amor, se vende la amistad. ¡Y se venden las hijas! Amparo no es mi hija, me contestó con precipitación y con acento singular.

Los hay que valen más que una persona. Y hablaba de Lobito, un toro viejo, un cabestro, asegurando que no lo vendería aunque le diesen por él Sevilla entera con su Giralda.

Usted se limitará a explotar la estupidez de las mujeres, hermanas suyas...» ¡Y me explicó su plan! ¡Era maravilloso...! Tratábase de fundar un Instituto de Belleza, una tienda, en la que se vendería un montón de productos a base de nada, destinados a revocar las juventudes aniquiladas.

Según lo que he podido conjeturar, mi madre al morir había hecho prometer á mi padre, que vendería la mayor parte de sus bienes para pagar enteramente la deuda enorme que había contraído, gastando todos los años una tercera parte más de sus rentas, y reducirse en seguida á vivir estrictamente con lo que le quedase.

Su suerte estaba echada. Se revolvería en la abyección, paladearía su envilecimiento, se vendería como esclavo, para que su hijo fuese libre. Su destino era el del asaltante que cae en el foso para que el hermano de armas entre por la brecha.

Tellagorri poseía un huertecillo que no valía nada, según los inteligentes, en el extremo opuesto de su casa, y para ir a él le era indispensable recorrer todo el balcón de la muralla. Muchas veces le propusieron comprarle el huerto, pero él decía que le venía de familia y que los higos de sus higueras eran tan excelentes, que por nada del mundo vendería aquel pedazo de tierra.

El deseo de salir de una situación semejante y el mal ejemplo me arrastraron, y jugué, jugué lo que tenía y lo que no tenía. ¡Ochenta mil nacionales! ¿de dónde sacarlos? Mi alma al diablo vendería. ¡Que venga el diluvio! ¡Ojalá! Calló el joven pálido y los dos hombres se miraron, entristecidos.