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Sobre las aguas obscuras se deslizaban como sudarios las velas de los pescadores huyendo mar adentro. Dos paladas vigorosas separaban su barca del pequeño muelle de rocas. Luego iba por las bordas desatando la vela, preparando las cuerdas, haciendo acostarse la embarcación sobre un flanco bajo sus férreas plantas.

Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad. Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron.

Todo un largo día invertimos en recorrer las doce leguas que nos separaban de Ormessón, y ya llegaba el sol al ocaso cuando Agustín, que no cesaba de mirar por la ventanilla, le dijo a mi tía: Señora, ya se distinguen las torres de San Pedro. El paisaje era llano, pálido, monótono y húmedo: una ciudad baja, erizada de campanarios comenzaba a destacarse detrás de una cortina de árboles.

Eibar, con la muchedumbre obrera de sus fábricas de armas, liberal y poco religiosa, estaba próxima, y, sin embargo, parecía al otro extremo del mundo, como si los montes que separaban ambas poblaciones fuesen infranqueables. Las casas de Azpeitia ostentaban en todas las puertas grandes placas del Corazón de Jesús.

Edwin se sentó sobre la tal ciudadela, que no llegaba á tener dos varas de alta, y en este sillón de piedra descansó mucho tiempo, mientras seguía el desfile del vecindario. Varias líneas de infantes y jinetes extendidas ante sus pies le separaban de la inquieta muchedumbre, evitando nuevas familiaridades.

Tenían un gesto de luchador, con la boca tirante, los ojos feroces, y avisadas por el instinto de esta transformación, apenas se separaban del juego sacaban del bolso de mano el espejito, los polvos, el colorete, para remediar y borrar su pasajera decadencia. Las de aspecto más digno y correcto se mostraban á veces las más atrevidas.

Sin embargo, su rostro hubiera pasado por hermoso a no ser por la constante movilidad de sus pobladas cejas que se unían o se separaban, según la impresión del momento. Su traje no le distinguía en nada de un simple marinero; solamente llevaba dos áncoras de oro bordadas en el cuello de su grosera chaqueta, y un ancho puñal encorvado pendía de su cintura por un cordón de seda roja.

Que fuese él o fuera otro el que obtuviera el triunfo, poco importaba: lo esencial era conseguirlo. Para su hermano Pepe, cuya dicha acababa de extirpar como planta arrancada de cuajo, no tuvo un solo impulso de rencor. La rivalidad y antagonismo que de él le separaban, nada eran ni valían ante la alteza y rectitud de sus propósitos.

Doña Cristina se sentía ahora dueña absoluta del suelo que pisaba. Ella á un lado con los suyos, y el médico á otro. Era un extraño odioso: la sangre de nada valía cuando las almas se separaban para siempre. Pero el doctor despreció esta hostilidad.

Se golpeaban las espaldas con las manos abiertas, se separaban, mirábanse un momento, se sonreían; y vuelta a abrazarse y a desabrazarse, y a mirarse y a sonreírse... y a todo esto, sin dejar de decirse cosas... «¡Caray, cuánto me alegro! ¡Con qué placer le abrazo, canástoles! ¡Otro, don Alejandro! ¡Con toda el alma, don Adrián!... ¡Si no pasan días por usted, canástoles! ¡Si está usted hecho un mozo, caray!... ¡Hala con otro! ¡Ya se ve que , ja, ja!... ¡Qué don Adrián tan famoso! ¡Vaya con el bueno de don Alejandro!